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Volver al mercado

Los mercados públicos son un patrimonio que en la mayoría de los casos no está bien aprovechado. Mis primeras improntas con estos espacios se van al Mercado Medellín, en la colonia Roma. No son recuerdos particularmente agradables en medio de penetrantes olores a pescado o imborrables cabezas de marrano sobre el mostrador de una carnicería ruidosa. La modernidad, para buena parte de la población, modificó los hábitos de consumo y nos llevó a los autoservicios y malls, especies evolucionadas del consumo.

Los mercados públicos son una magnífica forma de conocer no sólo la gastronomía local, también las costumbres. Después de algunos años volví a La Boqueria, el mercado barcelonés por excelencia, donde mi sensación fue idéntica a la anterior: me sentí como Darwin en las Galápagos, abrumado por la experiencia sensorial que reta el oído, el tacto, la vista, el olfato y por supuesto el paladar (lo mismo me sucede en Oaxaca o en Mérida). Transitar esos pasillos es un viaje entre nuevas palabras como pulardas, pintadas, picantones, en un puesto de aves; caballa, rodaballo y gambas de incontables formas y tamaños entre los pescados y mariscos, no sin voltear a ver pimientos, tomates y berenjenas que lucen familiares pero distintos, para rematar comiendo unas navajas (bivalvos alargados) en uno de los varios puestos que ofrecen comida preparada. Lo notable es que en estos espacios conviven los locales con los turistas.

No menos espectaculares son los mercados en Francia donde su variedad de quesos requiere que el paladar incorpore una nueva taxonomía mientras la baguette cruje entre los dedos o los dientes, en un idioma desconocido para las papilas gustativas acostumbradas al bolillo chilango o al birote tapatío, especies no inferiores y que sin duda producen la misma magia en bocas extranjeras cuando embarran al primero con nata y al segundo lo intentan ahogar en una salsa roja que puede ser inocua o puede dejarte en la antesala de un infierno gozoso mientras masticas una textura inédita.

En México tenemos la posibilidad de hacer de nuestros mercados públicos parte de una estrategia de economía cultural para que a través de acciones coordinadas entre las dependencias de desarrollo económico, cultura y turismo, se mejoren sus condiciones y se fomente la visita de nuevos consumidores (o “públicos”). Desafortunadamente, es usual que quienes ven la parte técnica de la economía, desprecien el territorio de la cultura, miopía lamentable, pues la liga entre ambos es más que evidente.

Hay que saber hacer la tarea. Hace unos años caminé por un mercado municipal en una ciudad mexicana, muy viejo, sucio, como suelen ser muchos. Del otro lado de la calle se acababa de inaugurar uno nuevo, el Mercado de los Sabores, o algo así. Este nuevo espacio parecía más una zona de comida rápida de un centro comercial que un mercado tradicional. Sus palmeras de plástico, sus sillas de aluminio, su azulejo por todos lados, le daban un sentido aséptico que sin duda repelía a los comerciantes y a sus compradores. Para acabarla de amolar, los letreros de los puestos eran uniformes, perdiendo la originalidad del mosaico orgánico que se da en los mercados tradicionales. Innovar con tradición es un arte.

Algo nos dice que tenemos que recuperar los mercados. No es casual que ahora proliferen, en algunos espacios comerciales de lujo, los llamados “mercados”, sitios que se quedan muy lejos de ser genuinos mercados donde se consiguen víveres frescos. Desgraciadamente la voracidad inmobiliaria hace imposible que los comerciantes de zonas populares tengan acceso a rentas infinitamente más altas que las que actualmente pagan. Algunos centros comerciales modernos han incorporado buenas prácticas como los llamados Farmer’s Market, pequeños comerciantes locales que ofrecen sus productos ciertos días.

Estamos tan acostumbrados a verlos que generalmente los despreciamos. Muchos municipios de México podrían adoptar estrategias para hacer de sus mercados públicos espacios de culto para locales y visitantes, mejorando así la economía de muchas familias y de paso el propio erario.

Entre gritos, olores y bullicio, los mercados públicos susurran verdades, nos remontan a la tradición, esa materia que, entre víveres tribales, nos hace humanos.