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Vivir está en rojo

Fenómeno editorial en Gran Bretaña en el siglo XIX, los Penny Dreadful fueron precursores de la nota roja contemporánea. Eran publicaciones sensacionalistas, leídas por jóvenes obreros y gente de cultura tosca. Su tiraje semanal alcanzó el millón de ejemplares y tuvieron tanto furor que hoy se les compara con la fiebre de los videojuegos. Sus portadas escandalizaron la época victoriana con historias que ilustraban robos de cadáveres, mitos urbanos y leyendas populares, como el de una familia caníbal; creaban alerta en los barrios por un vampiro que acechaba vírgenes, mostraban sin recato la ejecución de un asesino, evidenciaban la amenaza de salteadores de caminos. Por un centavo, uno podía enterarse de sucesos macabros, reales o ficticios. ¿Por qué fueron exitosos? Hay algo que motiva a las personas a mirar el lado oscuro de la condición humana, una esquina torcida de violencia y agresión. ¿Es posible que esa razón sea mucho más que morbo?

Antes de que la televisión llegara, la nota roja en México acostumbraba ser visible en pasquines que, desde los puestos de periódico, llamaban la atención con encabezados y descabezados, textos hiperbólicos y fotografías que daban cuenta de un accidente o un crimen atroz, notas salpicadas de sangre. Hago recuento de titulares memorables: “Fallecen tres al ser asesinados”, “¡Botana de cocodrilos!” (luego de un ataque mortal).

La nota roja ha inundado espacios que antes serían impensables. Baste ver algún noticiero nocturno en la pantalla; con honrosas excepciones, quien conduce el programa, con voz de alarma o bien con la parsimonia de quien repite lo mismo de ayer, lee un encabezado y muestra un video del momento exacto en que atropellaron a un ciclista, el preciso instante en el que una persona cayó desde una azotea, en cámara lenta el asesinato de un hombre mientras comía en un restaurante, la resistencia al asalto de una mujer que forcejeó con el ladrón mientras era auxiliada por el taquero de la esquina. La crónica escrita ha desaparecido, el conductor anuncia lo evidente. El video es el nuevo reportero. La tecnología nos ha hecho testigos presenciales y replicadores de los hechos. Lo escandaloso es viral y vuelve a suceder en cada repetición. Así, los noticieros se nutren del videomorbo y el rating depende de la sangre.

Si bien es condenable la exposición mediática de tanta violencia, hay otro lado digno de análisis. Mi conjetura es avalada por las ratas y las abejas. Quienes han estudiado estas especies saben que tienen un efectivo sistema de comunicación para prevenir. Las primeras aprenden de la fatal suerte de sus compañeras, algo las hace reacias a consumir cebo envenenado o pisar la ratonera donde han sido estrangulados roedores menos precavidos. Las segundas avisan de sustancias tóxicas o la presencia de enemigos, dejando señales químicas en las flores. Esta empatía es un instinto colectivo de supervivencia. Así como estos mamíferos e insectos se protegen, el género humano se vale de la nota sensacionalista para conocer los peligros. Poco hemos cambiado desde que, en los grupos cavernarios, alrededor del fuego se alertaba a la tribu de las amenazas. Ahora vemos videos. ¿Debe desaparecer la nota roja? Por un lado, es de interés público, refleja la libertad de expresión y crea conciencia para prevenir; por el otro, tiene un impacto psicológico, sirve para estigmatizar ciertos grupos sociales y normaliza la violencia.

Antes las noticias anunciaban descubrimientos científicos, la apertura de un parque urbano, la llegada de nuevas empresas, la ganadora de la olimpiada mundial de matemáticas. ¿Justifica la extinción de estas notas nuestra sobrevivencia? Hemos aprendido que si alguien golpea tu espejo retrovisor no es un accidente, es una treta para asaltarte. Sabemos que una botella de plástico atorada en la llanta trasera opuesta al conductor, es un señuelo para que bajemos del auto. Aprendimos a desconfiar de las motocicletas donde van dos personas o del sospechoso nuevo pasajero en el transporte público. De alguna forma, son escenas familiares.

Hay países que anhelan un día sin nubes o sin nieve, nosotros quisiéramos un día sin sobresaltos. Por momentos parece que el miedo se va, es una ilusión; en realidad hemos aprendido a cohabitar con la paranoia.