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Pensamiento mágico

No deja de sorprenderme la compleja naturaleza humana que, a pesar de los avances científicos, arrastra creencias de escaso o nulo sustento racional. No es un tema de inteligencia, sino de ignorancia. Damos por sentado que en los aviones no existe la fila número trece, del mismo modo que en un hotel el piso que sigue al doce se llama catorce. Evitamos pasar por debajo de una escalera. El pensamiento mágico ha sido compañero del ser humano desde las primeras civilizaciones, es algo arraigado a nuestra forma de ser, trasciende culturas. Toda sociedad tiene sus supersticiones, aunque no todas tienen el mismo grado de credulidad.

Crucemos una nota que salió en la semana (El País): México es el mayor consumidor de películas de terror en el mundo. Sin duda un tema para el análisis sociológico, entender cómo una cultura tan religiosa y supersticiosa como la nuestra tiene como parte de sus tradiciones todo un inventario cinematográfico con ánimas, vampiros, apariciones extraterrestres y zombis. No se trata de que la gente necesariamente crea que existen estos seres, simplemente los incorpora a su práctica cultural, en este caso al entretenimiento. En México somos proclives al pensamiento mágico, en buena medida esto ilustra el surrealismo que fascina al extranjero. También es sugerente de una sociedad poco madura, adolescente.

Detrás de una sociedad crédula hay -por supuesto- una imperiosa necesidad de creer. En Derrotar a la ignorancia, delicioso libro de Rafael Fernández, se pregunta: “¿por qué la gente inteligente cree en tonterías?” y llega a la conclusión de que cuando se trata de temas como la astrología, los ovnis, los fenómenos paranormales e incluso las elecciones políticas, la emoción domina a la razón y crea una especie de halo en el que se anida aquello en que se quiere creer y se desecha, sin análisis racional, lo que contradice nuestros credos.

Esta circunstancia explica por qué nos enteramos de nuevos fraudes en inversiones que prometían atractivos rendimientos y en donde hasta famosos eran clientes. La creencia colectiva es, muchas veces, una coraza para la razón. También demuestra por qué de poco o nada sirven las explicaciones técnicas y racionales de alguien que quiere convencer a otra persona para que cambie de simpatía política. Apunta Rafael Fernández: “lo que hay que hacer es popularizar las ideas científicas (y el uso que de ellas se hace para hacer trampa) y dejar que cada persona, con la información correcta vaya, en su propio sistema de pesos y contrapesos, derrotando a la ignorancia”.

Siempre he dicho que un catálogo de la superstición cultural mexicana existe en los pasillos de magia y esoterismo que hay en los mercados populares. No es extraño ver que, a la oferta de pócimas y ritos milagrosos, se le han sumado objetos con la imagen de un líder populista. Entendamos que detrás de ello hay un deseo ferviente de creer. “Una superstición vale una esperanza”, le escuché decir a Ikram Antaki, también citar a Balzac: “Un hombre no es totalmente desgraciado si es supersticioso”. Detrás de esta psique colectiva está el poder de “la esperanza de México”, porque aun quien no tiene nada, si tiene esperanza, algo tiene.

Seré reduccionista: el paciente México está enfermo de superstición y superchería, hijas de la ignorancia; hay que bajarle sus niveles de credulidad para que avance el escepticismo, padre del pensamiento crítico y científico. Mientras eso no suceda, nos seguirán deslumbrando los espejitos del pensamiento mágico, envueltos en esperanza y milagros; seguiremos ansiosos la conjunción favorable de Piscis sobre Acuario, escondiendo a las embarazadas de los eclipses, clavando cuchillos para ahuyentar la lluvia, usando amuletos para espantar la mala suerte, esperando el próximo avistamiento de una nave interplanetaria, creyendo en los fabulosos intereses que me darán por mi dinero o simplemente esperando la gloriosa cuarta transformación del país y la erradicación de la corrupción por decreto presidencial.

Necesitamos una sociedad cetética: escéptica y cuestionadora, opuesta al pensamiento aferrado a sus propias creencias (llámense dogmas). Mientras esto no suceda, no habrá político milagroso que nos traiga el bienestar y el desarrollo; eso sí, seguiremos yendo al cine para ver a La Llorona.