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Olvido y esperanza

Octogenaria, mi abuela materna escribió un inquietante manuscrito (lo encontré hace unos días en un cajón de mi mamá): “Mi teléfono 2-84-74-07 Piano, lampara, dólar, memoria, colcha, medicinas, jardín, coche, sábanas, zapatos, pulsera, anillos, sillón, recámara sillas, sala, comedor, vaño, cosina, cuchillo, cuchara, tenedor, colonia Roma, fui a Guadalajara. Me fui a Acapulco con Angelina Morelia donde nací Iglecia Coca Cola Mi esposo y yo fuimos a Europa y Japón…” (sic). Se trata de una triste revelación que evidenciaba, en el lejano 1986, un proceso neurodegenerativo que aquejaba a su autora. Una anomalía prácticamente desconocida entonces.

Con una larga y brillante trayectoria como maestra, Carmen Ojeda Garduño, mi abuela, tenía una ortografía impecable, era buena lectora, usaba bien la palabra y jugaba regularmente ajedrez. Su errático escrito revelaba, supimos después, que sus conexiones neuronales fallaban. Algo horadaba su memoria y gradualmente borraba su personalidad. Lentamente dejaba de ser ella para ser huésped en su propio cuerpo. No sólo olvidaba el nombre de las cosas, también soltaba sus afectos. Como amar es una conexión neuronal (perdónenme los románticos que la ubican latiendo en el pecho), dejó de amar a quienes amaba. Mientras sus circuitos cerebrales se fundían, escribía, en sus momentos de lucidez, apuntes para recordar cosas. Esos papeles eran un anclaje con la realidad, cada vez más difusa. Hasta que finalmente sus recuerdos se hicieron ruinas. Y olvidó qué era una pluma. Y olvidó las letras y olvidó escribir. La mujer que me recitaba de memoria los municipios de Michoacán, los presidentes de México (incluyendo los virreyes novohispanos), las fórmulas para calcular el área de las principales figuras geométricas, se abismó en un silencio definitivo. Un día se le olvidó respirar y se murió.

Se estima que cada tres segundos alguien en el planeta desarrolla algún tipo de demencia (el Alzheimer es una de ellas) y que mundialmente hay 55 millones de enfermos; que cada 20 años la cifra se duplica. Los efectos son devastadores para las familias, tanto en lo anímico como en lo económico. Aún no hay cura y los tratamientos suelen ser muy caros; en materia de salud pública ponen en jaque a los gobiernos. En México el panorama no es alentador. Las cifras apuntan a un millón 300 mil personas afectadas, número que equivale a entre el 60 y 70 por ciento de los diagnósticos de demencia, impactando principalmente a los mayores de 65 años.

Tuve una estimulante conversación con el doctor Simon Goldbard, científico mexicano quien, desde California, está en la cresta de los desarrollos de medicamentos contra enfermedades como el Alzheimer. Me comentó, con optimismo, del desarrollo de un novedoso tratamiento cuyos resultados iniciales le han dado ya la aprobación de la FDA. Se trata del primer anticuerpo que combate la formación de placas amiloides que afectan las conexiones neuronales, actividad básica del cerebro sano. Según me dice, es un enorme avance en la batalla contra este tipo de demencia.

Recientemente circuló en The Wall Street Journal una nota que habla de un nuevo procedimiento de diagnóstico temprano del Alzheimer, usando un escáner ocular y un algoritmo capaz de detectar indicios hasta 20 años antes de que se manifiesten los síntomas. Según el doctor Goldbard, la medicina de precisión facilitará los diagnósticos y a la postre reducirá los elevados costos de tratamientos.

La expectativa es que la inteligencia artificial apoyará a crear una nueva y esperanzadora era médica, donde los diagnósticos serán más precisos, inclusive mediante asistencia a distancia. Un futuro donde habrá tratamientos más efectivos y medicamentos personalizados, en función de factores genéticos y moleculares. La prevención de enfermedades será más oportuna y simple.

Jonathan Odell, en su novela La curación, escribió: “Puedo sentir la enfermedad en su voz, en su tono inseguro. Es el sonido de una mente que está desconectándose, pero que lucha con todas sus fuerzas para mantenerse conectada”. Pensé en los esfuerzos de mi abuela por conservar esos fragmentos de memoria que eventualmente colapsaron.

Somos lo que somos capaces de recordar. Para no olvidar a la mujer de las notas inquietantes, conservaré su pedazo de papel.