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Fructífera aburrición

A modo de desahogo un amigo me confiesa su inquietud: su compañera le dice que es un hombre aburrido. No es que él tenga periodos de hastío, es que ella los tiene. Mientras que él puede pasar largas horas leyendo o “viajando” a otros lugares y épocas a través de las historias que consume, ella necesita la emoción del entretenimiento, preferentemente fuera de casa. “No entiendo por qué yo soy aburrido, cuando quien se aburre es ella”. De alguna forma, lo que expresa mi amigo es que el aburrimiento radica en la persona que se aburre, no en “la que aburre al otro”, si es que existe tal posibilidad.

En épocas de pandemia y cuarentena es común escuchar lamentos de personas aburridas para quienes la vida se ha cuajado a niveles insostenibles. La circunstancia se agrava si consideramos que cada vez tenemos menos tolerancia a lo que llamamos aburrimiento, cada vez somos menos pacientes. Basta ver bebés que aún no caminan y sus padres les dan una pantalla para que se calmen. A la distancia, mi infancia con dos canales de televisión y con programación limitada a ciertas horas del día, parece un escenario más dramático que el actual confinamiento para muchos niños y jóvenes que tienen a su disposición innumerables formas de salir del aburrimiento casero.

Dice Bertrand Russell: “Estamos menos aburridos que nuestros antepasados, pero tenemos más miedo al aburrimiento. Hemos llegado a saber, o más bien a creer, que el aburrimiento no es parte de la suerte natural del hombre, pero puede evitarse con una búsqueda de entusiasmo lo suficientemente vigorosa”. En su obra La conquista de la felicidad el filósofo británico sentencia: “Una generación que no puede soportar el aburrimiento será una generación en la cual cada impulso vital se marchita lentamente, como si fueran flores cortadas en un florero”. Me parece fascinante tratar de entender por qué el aburrimiento, contrario a lo que pensamos, es una parte integral para la felicidad o, como dice el psicoanalista Adam Phillips, el aburrimiento es esencial para una vida plena, “protege al individuo, le hace tolerable la experiencia imposible de esperar algo sin saber lo que podrá ser”.

Mientras que hoy el aburrimiento es una avenida que conduce a Facebook, Twitter o Instagram, en otra época condujo a obras maestras y grandes descubrimientos que cambiaron la historia de la humanidad. Luego de que cerraron los teatros en Londres durante la peste bubónica a principios del siglo XVII, Shakespeare, un hombre sin seguidores en redes sociales, escribió El rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra. Décadas después, un aburrido Isaac Newton en sus años veinte, sin cuentas de Facebook o Netflix, aunque con un prisma en su recámara y una ventana desde donde (se dice que) vio caer una manzana, escribió teorías que hasta la fecha deslumbran. Edvard Munch pintó “Autorretrato después de la gripe española” luego de recuperarse del virus que mató a millones de personas en 1919. La soledad y la angustia que caracterizaron la vida del pintor noruego se transformaron en expresivos trazos que hoy son aplaudidos y valorados. Y qué decir del Decamerón, escrita desde la campiña toscana mientras Giovanni Boccaccio huía de la peste negra que asolaba Florencia.

Para el padre del existencialismo, Kierkegaard, el deseo de tratar de escapar del aburrimiento es la fuente mayor de la infelicidad. La sociedad contemporánea está enferma no de aburrimiento sino de no saber cómo usar fructíferamente el aburrimiento. Deberíamos tener escuelas con cursos como “aburrimiento para principiantes” hasta “aburrimiento avanzado”. O al menos poner de moda un libro de 1958: Cómo hacer nada, con nadie, solo, por ti mismo, de Robert Paul Smith, que, viéndolo décadas después, enseña capacidades no sólo para entretenerse sino para resistir el apetito voraz por actividades excitantes y entretenimiento continuo que demanda el mundo moderno, aunado a la gratificación instantánea, una mancuerna ideal para generar personas frustradas, individuos que se aburren fácilmente.

Hay una puerta, en todo aburrimiento que, lejos del fastidio ordinario, conduce a un estado de contemplación, descubrimiento y creatividad. Encontrarla lleva al gozo de aceptar una condición que más que rechazar, hay que entender: “sí, soy aburrido”.