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Estado, patrimonio perdido

Uno de los argumentos más efectivos que usan los populistas para ganar el apoyo de las mayorías es aludir al patrimonio nacional victimizado. En el fondo se trata de un simple argumento: esto es tuyo (nuestro) y nos lo quieren quitar (o bien ya nos lo quitaron y debemos recuperarlo). Por supuesto, caben aquí el nacionalismo y la soberanía, territorios proclives al fuego en sociedades con alto nivel contestatario (como la nuestra).

Ser mexicano es aprender en los libros de historia que los invasores europeos (antes de que naciera España como tal) atentaron contra “nuestro” patrimonio cultural, económico, religioso: saquearon y destruyeron “nuestra” forma de vida. Es decir, todavía no éramos México y ya habíamos sido saqueados, ofendidos patrimonialmente. Si se trata de decirlo al modo populista para generar rencor y odio: “el español enemigo pisoteó la gloriosa soberanía azteca”. Y qué decir del episodio independentista donde “los héroes nos dieron patria y libertad” y nos convertimos en nación independiente y (muy importante) soberana. Ser mexicano es sentir al patrimonio nacional como tu teléfono celular en la bolsa trasera del pantalón cuando viajas en Metro, en cualquier momento lo pierdes. Así hemos aprendido.

Qué decir de la Guerra de Reforma que enfrentó a conservadores y liberales, y que en el fondo fue una lucha de intereses patrimoniales. Y así podemos seguir con la Revolución, revuelta para tratar de equilibrar un país sumamente desigual, con consignas patrimonialistas como “la tierra es de quien la trabaja”. Y luego, la expropiación petrolera, el altar indiscutible del patrimonio mexicano donde recuperamos lo “nuestro” de manos extranjeras (el ser de otro país ofende más, ofende mejor).

Como puede verse, somos víctimas de un determinismo cultural fatal: en la narrativa nacional el tema patrimonial es como Pedro Páramo, un rencor vivo. Una llaga siempre abierta de la que se lucra políticamente. Ser mexicano es sentirse orgulloso de que el petróleo sea “nuestro” aunque tengamos un pueblo jodido. Tenemos pobreza, pero tenemos petróleo. No debería extrañarnos que ahora se hable de recuperar o defender la soberanía energética del país a costa de potenciales sanciones por incumplir acuerdos de Estado. Abundan los análisis que demuestran que de nada nos sirve el discurso nacionalista y soberano si esa anhelada propiedad no se traduce en prosperidad para las mayorías en el país.

Y tampoco perdemos la oportunidad para protestar por las subastas de arte prehispánico en el extranjero, en lugar de invertir energía y recursos en mejorar las condiciones del sistema de salud, por ejemplo. En la visión populista, el Estado debe ser grande y debe ser todo para todos. Es un ente insaciable. También es un ente simbólico, un invento humano hecho para intentar vivir en armonía.

Lo que no hemos visto (al menos yo no lo he visto) es considerar al Estado como patrimonio. Se ha hablado y hasta legislado sobre el patrimonio del Estado, pero no se ve al Estado como activo patrimonial. Si yo vivo en un país donde el Estado es fuerte (hay Estado de derecho) y ejerce su función primaria: salvaguardar la seguridad de sus ciudadanos, mi calidad de vida es mejor que si vivo en un país donde el Estado es débil. Visto así, el Estado es también patrimonio de los ciudadanos. Cuando el Estado es endeble, deja de ocupar posiciones clave, como el monopolio legítimo de la violencia, que es cooptado por grupos delincuenciales, quienes empiezan, con el uso de la violencia, a cobrar derechos de piso y ejercer su dominio territorial y político. Un Estado débil es pérdida de patrimonio nacional.

Tenemos un mandatario obnubilado con recuperar la soberanía y el patrimonio energético (sin pensar en las consecuencias económicas negativas para la población), pero descuidando el patrimonio que sí afecta la calidad de vida de las mayorías: el Estado mismo, pues al debilitarlo por obra u omisión, está impactando negativamente las condiciones de vida de millones de personas. Claro, la situación de delincuencia e inseguridad ya era delicada cuando él llegó, ahora es peor.

El sucesor presidencial tendrá una ineludible y urgente tarea, recuperar la soberanía más importante, el patrimonio más valioso de los mexicanos: el Estado.