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Despedirse a la mexicana

Por algún motivo arraigado en nuestra psique cultural, cuando el mexicano se despide de una reunión social espera que el anfitrión, a modo de cortesía elemental, le pida que no se vaya. Sobreviene una diplomática negociación en la que el invitado concede permanecer “un ratito más”; a sabiendas que el diminutivo es la fórmula nacional de la indefinición y un efectivo recurso para negociar. Vendrá en cierto momento un “ahora sí, ya nos vamos”, señal contundente de la retirada, a la que el dueño de la casa no se opondrá, con otra hermosa floritura verbal: “bueno, se van porque quieren”. Las partes han salido airosas en un juego de mascaradas que tendrá un nuevo episodio, anunciado con el tradicional “nos vemos pronto”.

En cierta ocasión departíamos agradablemente en casa de otro matrimonio y, como preparación para la despedida, dije: “Gracias, creo que ya nos vamos”. Los anfitriones reaccionaron con rudeza innecesaria: se levantaron de su asiento y caminaron hacia la puerta mientras decían: “Gracias por haber venido”. Resignado, dejé mi copa en la mesa. En ese momento sientes que te caes al vacío, sin red que te contenga. ¿Cómo explicarles que era “un decir”? ¿Cómo decirles que su reacción equivale a corrernos? Nuestros amigos, aunque latinos, tenían varios años viviendo en Estados Unidos. Su código cultural estaba influenciado por una costumbre que no usa las formalidades barrocas mexicanas para la despedida.

Nada es más desalentador para un mexicano que el anfitrión te deje ir con facilidad. Es un acto sincero, sí, pero ¿acaso nuestra cultura disfruta del masoquismo de la sinceridad? Esas fórmulas son para sajones o nórdicos. Un mexicano interpretará que, si se le deja ir sin resistencia, su presencia era incómoda, peor aún, innecesaria. Por ello el anfitrión (así lo diga mientras bosteza) deberá insistir a los invitados que permanezcan, aunque, si sus deseos son reales, será más efectiva la táctica de llenarle la copa al contertulio. Detrás de esta esgrima verbal suele haber motivaciones inconfesables. Unos quieren partir luego de haber cumplido con su presencia, simplemente porque ya están aburridos o cansados, otros gozan la inminente despedida mientras dicen “pero ¿qué mala cara viste?”. ¿O acaso a alguien le han dicho “me dio mucho gusto verte, tanto como el que me daría que ya me dejes descansar”?

Un anfitrión nunca tiene sueño y un invitado nunca se quiere ir, pero se tiene que ir, que es distinto. Alejado de la grosera franqueza del “quiero irme”, esgrimir un motivo al que uno se somete es comprensible. Detrás del “tengo que irme” está la aceptación de una fuerza superior al deseo de quedarse. La expresión cobra contundencia cuando se le agrega una razón de peso: “Mañana, temprano, tomo un vuelo”, mas nunca un “es que no me la estoy pasando bien, prefiero llegar a casa a ver televisión”. En México un buen invitado juega a querer irse para que el anfitrión le responda que no quiere que se vaya.

Esta cordialidad lubrica la relación, la protege incluso de la asertividad y la mecánica precisión de otras culturas donde la rudeza se manifiesta desde la invitación: “La familia Jones los espera en su casa, de 7 pm a 11 pm”. Los límites no son mexicanos. Para escaparnos de su dictadura inventamos los diminutivos. Fijar la despedida antes de haber llegado es como una fiesta en la que se avisa que no habrá hielo. Para el mexicano no es correcto advertir la hora en la que el anfitrión se pondrá el pijama; algo en nuestro ser nos hace repulsivos a la cuenta regresiva o al convencionalismo de que el té se toma a las 5 de la tarde. Tenemos problemas en México, sí, pero nos consuela que la hora de partir es cuando uno quiere, no cuando nos lo indican.

Como en un episodio diseñado por Samuel Beckett, en el que los personajes de Esperando a Godot, Vladimir y Estragon, anuncian que se van, pero no se van, el mexicano extiende su permanencia ante el dudoso beneplácito del anfitrión. Como sea, la despedida es el inicio de algo más. En ese “nos vemos pronto” está el deseo lacaniano que sabe que siempre hay algo más por decir, por completar, por entender del otro. Nada como la despedida para avivar la relación.

Y así, la entrada de la casa es mudo testigo de la inconfesable felicidad que da cerrar la puerta y apagar la luz.