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Callar al demagogo

Fue inédito: mientras el presidente Donald Trump daba un mensaje, las cadenas de televisión Univisión, ABC, CBS, NBC, MSNBC y PBS cortaron la transmisión al considerar que el mandatario acusaba a sus oponentes demócratas de fraude electoral sin fundamento, usando, eso sí, una arma letal que tienen los demagogos: el verbo, el poder de su dicho. CNN y Fox continuaron la transmisión alertando sobre la falta de evidencias en las acusaciones de Trump.

Somos seres narrativos. La especie humana sobrevive, entre otras cosas, porque puede contar historias. Sin ellas no podríamos dar significado al mundo, seríamos vulnerables. Alguna vez, a su modo, alguien advirtió a un vecino de cueva que más allá de las montañas había bestias que tragaban humanos. Otro narró, alrededor del fuego tribal, que vio que en el mar habita un pez enorme cuyos dientes destrozan balsas y huesos. Los oyentes de aquellos antepasados tuyos y míos no sólo escuchaban, aprendían. Nos interesa lo que les sucede a los demás para saber cómo cuidarnos. Biológicamente nuestro cerebro procesa historias en impulsos, nuestro cuerpo las siente y las externa, a veces con lágrimas, sudor, aceleración del pulso, endorfinas y más. Esta es la razón por la que nos gustan las películas, las novelas y los rumores.

La retórica es una excepcional herramienta sujeta al uso que le da quien la usa. Si eres carnicero o asesino, el cuchillo te funciona. Los poderosos construyen su ascenso legítimo al poder y su consolidación, una vez que se instalan, mediante la narrativa. A través de ella no sólo cuentan la visión de su mundo, fabrican, desde el micrófono, su mundo a modo y conveniencia. Entre más lo hacen, más impacto suelen tener en millones de personas. Como una dosis mañanera que establece el guión de la realidad. Como una píldora que repite una secuencia en nuestro cuerpo. Nos convertimos en las historias que primero escuchamos y luego nos decimos a nosotros mismos porque las creemos verdaderas. Cuando ese mundo de “verdades” se comparte con un grupo, crea identidad. Al llegar un individuo que ve otra realidad y la expone con razonamientos al grupo, es rechazado. La sociedad altamente ideologizada es fanática, cree ciegamente en la historia que se le cuenta.

En un análisis sin desperdicio en el Washington Post (“La propaganda de AMLO es un éxito. Estas son las claves”, octubre 7, 2020), Luis Antonio Espino menciona que las conferencias de AMLO “son un fracaso comunicativo, pero un rotundo éxito propagandístico” y cita fuentes que concluyen que el Presidente mexicano dice en promedio 73 afirmaciones no verdaderas, por conferencia. Menciona lo que Catherine Fieschi denomina los cuatro grandes atractivos del populismo: simplicidad, inmediatez, transparencia y autenticidad. Para mí, esos pilares son el sustento de su narrativa, ese contar ad nauseam la historia de los corruptos del pasado y los buenos de ahora pues “ya no es lo mismo”. Como en una obra de teatro, cambian los nombres de los protagonistas, el guión persiste en voz de un mismo y único narrador.

A través del verbo (o la verborragia) se han fincado ideologías milenarias, construido imperios y catedrales. Desde el ágora hasta el micrófono contemporáneo, pasando por las “benditas redes sociales” (ahora entendemos por qué se les glorifica), el líder apuntala su relato a modo, va edificando su verdad en la mente de millones de seguidores. Contrarrestar esta estrategia implica el surgimiento de un narrador opositor con la misma capacidad de alcance y retórica, o bien, silenciar al demagogo, que fue exactamente lo que hicieron las cadenas norteamericanas (incluso Twitter) con Trump.

Entre Trump y AMLO, no es casual el rechazo al cubrebocas. Aunque nada les impide seguir hablando, incluso si lo usan, se trata de un símbolo que “tapa la boca”, disminuye su poder. Considérese, sin embargo, que gran parte de la narrativa de nuestro Presidente tiene eco porque las causas a las que se refiere existen. Su diagnóstico es correcto, su medicina no. Una narrativa opositora deberá atender los legítimos reclamos sociales, eso sí, proponiendo soluciones efectivas carentes de ideología.

La salida de Trump lo confirma: narrativa sin resultados es demagogia; una de sus caras es la farsa.