Hace seis años, en vísperas de la elección presidencial, en estas páginas hice una exhortación a los ciudadanos (“¿Cumplirías?”, 29 de abril de 2018). Reflexión que, lejos de perder vigencia, es hoy todavía más pertinente. Expresé entonces que la sociedad mexicana tiene proclividad a recibir, más que a dar. En política, particularmente, escuchamos a los candidatos a puestos de elección popular para saber qué nos ofrecen. En la lógica de millones de personas el Estado es el sitio donde emanan soluciones y el ciudadano es el receptor, una especie de parte pasiva de la relación. El gobernante promete cumplir y el ciudadano espera lo mismo, que el político cumpla. Deberíamos ver la relación Estado-ciudadano como un contrato donde cada parte tiene derechos y obligaciones.
Reitero la provocación: ¿Cumplirías tú, como ciudadano? ¿Estás dispuesto a hacer tu parte en la tarea de tener una mejor sociedad? ¿Qué estás dispuesto a dar en favor del cambio que recurrentemente esperas? Independientemente de quien gane las elecciones, algo es seguro: tú seguirás siendo ciudadano de este país, lo que implícitamente equivale a que prometes cumplir con los distintos ordenamientos y leyes, muchos de los cuales solo son letras en textos. Y es que, si algo tenemos los mexicanos como rasgo cultural (léase como tradición, no como instrucción genética), es negociar la ley. Y no tiene que ver con estar ligado al Poder Judicial, me refiero al ciudadano ordinario en circunstancias cotidianas, en el escenario más común de todos.
La invitación es a que nos demos cuenta que no sólo dependemos de las decisiones de quienes encabezan el gobierno, dependemos también de nuestras propias decisiones. El tema va más allá del tipo de gobierno y la ideología que promueva. Nuestra mayor y más dañina polarización social es que de un polo estamos los ciudadanos (de donde emana la clase política) y del otro lado está la ley, ese conjunto de ordenamientos que están hechos (parece) para no cumplirse o para cumplirse a modo. Desde la banalidad (aparente) de los señalamientos viales hasta ese deporte nacional tan socorrido, la evasión de impuestos, pasando por todas las formas de corrupción.
Mientras no tengamos una ciudadanía fuerte, no tendremos una clase política como la que (ingenuamente) esperamos cada seis años. Y es que el sistema social se autoalimenta. La película se repite. Con honrosas excepciones, los nuevos gobernantes, que acusaron a los anteriores de corruptos, son quienes ahora se sirven con la cuchara grande. Es una dinámica en donde parece que no hay cambios de comportamiento, hay turnos. Y sucede en todos los partidos políticos y en todos los equipos de todos los candidatos. La diferencia es que de unos nos enteramos más temprano que de otros, pues la información se administra hábilmente a modo de presiones y venganzas políticas.
Por ello ahora que vamos a votar para renovar los diferentes órdenes de gobierno, vale la pena considerar también las promesas ciudadanas. Jean-Jacques Rousseau, en su tratado “El contrato social”, argumenta que la moralidad y la ley nacen de acuerdos entre los ciudadanos y el Estado. Este pacto implícito no solo obliga al gobierno a ser justo, sino también a los ciudadanos a ser responsables. Rousseau postula que, al formar parte de una comunidad, cada individuo concede parte de su libertad para el bienestar común, lo que incluye el respeto a las leyes y normas establecidas. Immanuel Kant dijo algo similar, que la acción de cada persona refuerza o debilita el tejido moral de la sociedad. Estos conceptos deberían implantarse desde la educación primaria, no como pasos a memorizar sino como parte de un programa de sensibilización y construcción de un mejor ciudadano.
En el marco de la responsabilidad cívica, a menudo se pone el foco en las promesas de los políticos, olvidando que las promesas implícitas de los ciudadanos son igualmente fundamentales para la armonía y el progreso social. En estricto sentido, primero es la promesa ciudadana cumplida y luego la del político, ya que éste emana de un grupo social y tiende a repetir sus códigos culturales.
Hemos estado esperando que la cola mueva al perro. En el desafío ético que vive México, primero debe haber ciudadanos cumplidos.