Uno de los argumentos más sólidos y simples en el campo de la neurociencia es que la emoción es el pegamento de la memoria. Tendemos a recordar con mayor facilidad aquello que nos provocó una emoción (positiva o negativa). Seguramente recuerdas -con detalles tan inauditos como inútiles- dónde estabas y qué hacías el día del ataque terrorista a las Torres Gemelas, o información precisa sobre el último sismo que viviste, o cuando te dieron una noticia que te alegró. Sí, las emociones tienen un potente adhesivo. Este principio puede ser de gran provecho para instituciones y personas.
En el fondo subyace una pregunta que rara vez nos hacemos respecto a nuestros seres queridos, a los colaboradores, y en general sobre las personas con las que interactuamos: “¿Cómo los hago sentir?”. No es común que en una junta de consejo de una corporación un directivo pregunte: ¿cómo hacemos sentir a nuestros clientes, a nuestros asociados? o ¿la experiencia que damos es la óptima para efecto de los resultados que buscamos o el posicionamiento de marca que tenemos o queremos? Tampoco es común que al final de un evento político, un candidato o gobernante se pregunte: ¿cómo hice sentir a la audiencia?
El tema da para mucho en virtud de que no sólo puede abordarse en retrospectiva, también puede y debe diseñarse. Así, un político y su equipo (sobre todo en campaña) deberían ser capaces de identificar cuáles son las emociones que desean despertar y saber qué “botones” presionar en la audiencia. De la misma forma, una empresa debería ser capaz de diseñar “el viaje del consumidor” en función de su estrategia de posicionamiento. Las mejores experiencias de un consumidor se logran cuando los colaboradores conocen y ejecutan ciertas prácticas que han sido diseñadas previamente (y no son una burda simulación). Esta forma de operar implica que no todo esté escrito en un manual, un colaborador debe hacer tanto como sea posible para salvaguardar la experiencia del cliente.
La respuesta a ¿cómo los hago sentir? es la antesala a otras preguntas. Detrás de un simple “felices” o un parco “bien”, debe entrarse a la madriguera del conejo: ¿qué significa “feliz” o “bien” para este cliente? Usualmente “debajo” de estos conceptos suele haber otros que no son evidentes en la superficie y que luego de un análisis hacen que la institución o la persona vea aspectos que no veía y haga cosas que no hacía. Lo mismo aplica para quienes tienen un punto de contacto personal y físico, que para quienes lo hacen digitalmente. Así como no hay nada que no tenga un significado, no hay una ausencia de experiencia, pues, aun cuando no haya sido planeada, lo que el cliente experimente siempre existe (así sea la indiferencia). Más vale entonces al empresario, al político, al gobernante, al maestro, al sacerdote, al médico, etcétera, tomar el control de la experiencia que provoca y ser consciente de la respuesta a ¿cómo los hago sentir?
En un mundo que compite por clientes, votos, pacientes, fieles y seguidores, la respuesta no está nada más en el precio, ni en el desempeño del producto o el servicio. Pocas cosas son tan efectivas para diferenciarse de la competencia como la experiencia del consumidor, tema que no es exclusivo de grandes empresas o de aquellas que atienden directamente a consumidores (aun las llamadas “b2b” deben hacerlo), de aquellas con miles de empleados o apenas una decena. El cliente va a recordar aquello que marca su experiencia. ¿No acaso una queja frecuente para una conocida tienda de conveniencia es que, a pesar de tener dos o más cajas, sólo en una te cobran?, ¿no acaso la tarjeta de crédito o servicios que tiene un centurión como imagen, es preferida pues ante un cargo no reconocido, primero te lo abonan y luego investigan (a diferencia de sus competidores)?
Una buena experiencia del consumidor forja comunidades de clientes (léase votantes, afiliados, correligionarios, seguidores, conversos, pacientes, etcétera) donde la fidelidad “aparece” por una sencilla razón: la única lealtad posible es al beneficio. Hacia allá debe orientarse y construirse la experiencia.
“Dadme un punto de apoyo y moveré al mundo”… Arquímedes, seguramente sin saberlo, no sólo describía una ley física, también un rasgo de la condición humana. Nada nos mueve como las emociones.