Todas las sociedades tienen el poder de crear realidades. Han desarrollado narrativas que crean percepciones que a su vez definen lo que los demás consideran realidad. Muy probablemente vivimos la era en donde esta facultad de crear narrativas, mejor dicho, fabricar realidades, es más fácil y más poderosa que nunca antes. Esto es potencialmente incendiario y explica en buena medida la polarización y el odio en la sociedad en general, exponenciados en ciertas redes sociales.
Por naturaleza tenemos la facultad de interpretar el mundo de manera distinta, de ahí que persigamos diversos intereses. Somos confrontativos. Repasemos nuestra historia personal. Si en la secundaria había que escoger a un representante del grupo, el ejercicio democrático implicaba la división en tres subgrupos con igual número de candidatos. Si luego se trataba de seleccionar a la planilla estudiantil del colegio, esa misma división se magnificaba a todo el plantel. Algo similar sucede cuando en un condominio o en un club deportivo se vota para elegir una mesa directiva. Dividirnos y confrontarnos ha sido parte del proceso de ponernos de acuerdo. Qué decir de este fenómeno al interior de los partidos políticos y luego entre estos, o cuando en un mismo cuerpo político (e.g. el Congreso de la Unión) hay puntos de vista divergentes.
En buena medida la armonía que tanto busca el ser humano consiste en la habilidad para coordinarnos con los demás a pesar de nuestras diferencias, lo que podríamos llamar civilidad, un constructo humano con el que establecemos reglas para la convivencia y la resolución de conflictos. La civilidad, en cierta forma, nos contiene. Si de pronto nos quitaran límites y consecuencias, no me queda duda que se incrementaría la violencia que cotidianamente atestiguamos.
¿Debería regularse la libertad de expresión en las redes sociales en aras de disminuir el odio y la violencia? Somos una sociedad que está aprendiendo que cada vez se funde más aquello que llamamos “en línea” con lo “fuera de línea”. No son dos territorios sino uno. Lo que sucede en un espacio tiene repercusiones en otro, cada vez más importantes, potencialmente fructíferas, aunque también dañinas. ¿Por qué si regulamos en un espacio, no lo hacemos en otro? No estoy en contra de la libertad de expresión, estoy a favor de la regulación para que no produzca más división y odio. La experiencia muestra que el discurso de odio “en línea” y la fabricación de “verdades” está asociado con un incremento de la violencia a grupos minoritarios, tiroteos en colegios, atentados en espacios públicos, linchamientos, exterminio étnico, suicidios, entre otros.
En Alemania es un delito insultar o promover narrativas de odio “en línea”. Los perpetradores usualmente se esconden en el anonimato que permite la “vida digital”. Existe un grupo de personas especializado en desenmascarar la identidad de quienes transgreden las normas para que enfrenten las consecuencias legales de sus actos. ¿Hasta qué punto una sociedad sin límites y consecuencias nos hace una mejor sociedad?
Consideremos que somos la generación de la humanidad donde eso que llamamos verdad se ha vuelto un concepto vulnerable y frágil, por lo menos relativo. Hemos destruido la verdad, si es que alguna vez existió. La segmentación de contenidos muestra diferentes “realidades”, según el perfil de la audiencia, y nos hace ser la sociedad más manipulable de la historia. Hemos cedido el pensamiento crítico en aras de ser seguidores con un simple clic. No cuestionamos, apretamos botones. La pandemia enfrentó a quienes están a favor de las vacunas con los antivacunas. Cada grupo con sus evidencias y sus verdades, cada postura con su realidad, reforzando sus creencias, alimentando su pasión o su odio gracias al algoritmo, ese nuevo ángel y demonio capaz de leer nuestras inclinaciones y darnos más de aquello que queremos.
Quizá en un futuro se describa esta época como “barbarie digital”, donde la verdad ha perdido su dignidad en manos del algoritmo; una era en la que aprendimos que no hay vida “en línea” y “fuera de línea” sino simplemente vida y que, para transitarla en armonía, necesitamos normas que nos den la libertad de pensar y hablar, con responsabilidad. Con límites y consecuencias.