La condición humana tiene una fatalidad anunciada: las vacaciones de Semana Santa y Pascua, práctica pagana, alejada del concepto religioso que inspira su nomenclatura. Algo en el instinto humano sigue muy primal como para que haya quienes disfrutan días en los que el viacrucis pasa de ser una evocación bíblica a una experiencia terrenal, y el sufrimiento personal tiene una mejor versión: el sufrimiento colectivo. El ser mexicano encuentra un extraño gozo en seguir a las masas; mejor aún, ser la masa. No es casual que se hable de la “derrama de vacacionistas”, literalmente, inundamos a modo de tsunami humano. ¿Tendrá el masoquismo denominación de origen?
El drama empieza desde que alguien en casa altera la paz con una impertinencia: “¿a dónde vamos a ir en Santa?”. La opción civilizada, que supone no salir de vacaciones, nunca es tomada en serio, habiendo magníficos destinos: una novela pendiente en el buró, el sillón favorito, un museo local, Netflixtotitlán, el jardín de casa, la urbe que se vuelve extrañamente callada, arreglar el clóset, ordenar las fotografías (se trata de ir a contrapelo de la horda vacacional).
Durante las vacaciones las carreteras mexicanas son como las grasas dañinas: saturadas. Al mártir que le toca conducir debe prepararse para trayectos que duplican o incluso triplican el tiempo de traslado en comparación a la “temporada baja”. Ah, porque alguna mente macabra ha designado este periodo como “temporada alta”, quizá aludiendo a precios, estrés, tensiones y saturación de espacios. Una Semana Santa en México es evidencia de que los mexicanos tenemos aversión a la sana distancia. Si no lo hemos hecho durante la pandemia, menos en los “días santos”. En los caminos de cuota, la SCT sigue sin descubrir las mejores prácticas para pagar peaje con sensores de alta velocidad. Las larguísimas filas en las casetas de cobro son un destino más seguro que la eliminación del Tri en el cuarto partido del Mundial.
El trayecto directo y sin escalas es una falacia vacacional. Como la coordinación biológica no existe, las paradas al baño son como muerte lenta. Todos en el automóvil quieren orinar, en diferente momento. El viajero avanzado sabe que primero debe consumir en la tienda de conveniencia, para tener monedas con que pagar la cuota a una señora que resguarda la entrada de los sanitarios (donde también hay una larga fila) y vende porciones de papel higiénico.
Viajar por aire para evitar las penurias mundanas equivale a cambiar un demonio por otro. Los aeropuertos y la tramitología con las líneas aéreas son, en el mejor de los casos, un purgatorio terrenal que, en “temporada alta” se convierten en pase directo al infierno. Hay aglomeraciones para todo. Documentar maletas es la prueba de que los mexicanos dominamos la física y hasta la mecánica cuántica. No falta quien viaja con exceso de equipaje y hace habilísimas maniobras para eliminar la materia. Demoras de vuelos, cambios de puerta de embarque, información confusa son aderezos para el estrés de un vacacionista, que aspira a “descansar unos días”.
El abordaje suele ser un viacrucis en medio del averno. Los pasajeros que descienden del avión apenas pueden salir, los viajeros que están por abordar, atiborran el pasillo. Una vez en la cabina de la aeronave viene la batalla por un espacio para colocar el equipaje y la guerra de los codos, para adueñarse del descansabrazos compartido, frágil frontera de la convivencia humana. Si además eres de talla normal, tendrás la sensación de que tus rodillas quieren viajar en el asiento delantero. Ya en tu lugar, descubres que no reclina, el calor es bochornoso. Cuando el aire acondicionado del avión enfría bien, sientes alivio, hasta que ves que la señora del chal en el pecho se ha parado para decirle a la sobrecargo que tiene frío, tu premonición es fatal y acertada.
Con dones proféticos, Molière (especulo) vio venir, desde el siglo XVII, el masoquismo vacacional de la “semana mayor”; consideren este plan: “Traicionado y agraviado en todo, huiré de este mundo amargo donde el vicio es el rey, y buscaré un lugar desierto y aislado donde seré libre para tener un corazón honesto”.
¿Y si nos vamos a un buen libro y nos encontramos en una de sus páginas?