Toda sociedad humana acumula tensiones y agresión, la forma de liberarse de ellas, o contenerlas, es un indicador de civilidad. El espectáculo es un territorio de catarsis, desde las sangrientas jornadas en la antigua Roma donde una multitud enardecida vitoreaba batallas que terminaban en la muerte de unos y el heroísmo de otros, a los grandes conciertos o eventos deportivos que atraen multitudes, hasta el espectáculo que ahora cada quien produce difundiendo imágenes (fotografía y video) de su cotidianidad, la sociedad necesita válvulas de escape donde abismar sus ánimos. Acabo de atestiguar uno de esos despeñaderos.
Asistir a la lucha libre en México puede ser grotesco para algunos, aleccionador para otros. Mi padre, con fobia a las multitudes y aversión a acudir a la lucha libre, nunca consideró acercarme al cuadrilátero. Mi victoria consistió en que me llevara a un cine barrial de la Ciudad de México a ver una película estelarizada por personajes de rostro oculto: Santo, Blue Demon y Mil Máscaras, contra las momias de Guanajuato. De niño tuve enmascarados y héroes del ring en forma de un álbum de estampas coleccionables donde sigo lamentando que nunca apareció la Momia Azteca.
Finalmente fui a las luchas. Llegué con mi esposa y unos amigos a la Arena Coliseo de Guadalajara para una función de nombre sugestivo, más producto del marketing que de la estética: “Martes de Glamour”, y sí, me consta que era martes. El inmueble inaugurado en 1959, enclavado en el histórico barrio de Analco, no oculta su edad. Sin mayor protocolo que el respetuoso manoseo de seguridad, entramos para que un señor con más años que la arena nos guiara a nuestros lugares, unas butacas a escasas filas del cuadrilátero. Al poco tiempo, el sonido local sonaba de tal forma que tuve que preguntar en qué idioma hablaban, un castellano reverberante propio para iniciados del pancracio mexicano.
Se apagaron algunas luces, la multitud rugía mientras por un pasillo elevado, dispuesto para el espectáculo, salieron seis señoritas de altos tacones y ropa entallada, bailando estratégicamente para dejar pasar por un costado a los gladiadores de la noche, seres corpulentos, algunos de amplia barriga y larga cabellera, con indumentaria de lo estrafalario a lo cómico, que aparecían entre humo y luces psicodélicas, arengando a la multitud que les profería insultos y alabanzas.
Me quedó claro que estaba en un gran teatro con actores dentro y fuera del cuadrilátero. Entre las cuerdas, formidables acróbatas coordinan sus caídas y rebotes, vuelos y llaves, para simular agresiones con exageradas muecas de dolor y contorsiones sospechosas. En la gradería, los espectadores asumen un papel que corresponde a su estrato social. El grupo que está en lo alto, literalmente enjaulado y de pie, es el más animoso para aplaudir e insultar a los luchadores y a quienes estamos abajo en las sillas. Como respuesta a sus mentadas de madre, reciben una advertencia: “¡Se les va el camión, se les va el camión!”, mientras en el ring y varias veces fuera de él, un réferi de proporciones desmedidas intenta poner orden a la gresca que ahora se desarrolla casi sobre los aficionados de la primera fila.
Fue notable la coordinación y el entendimiento de roles de todos los que de una forma u otra somos parte del espectáculo, la lucha como extensión de la sociedad y sus conflictos. Si bien de pronto me pareció escuchar chairos contra fifís, improperios mutuos de unos y otros, contra los luchadores y de los luchadores al público, terminada la función se vuelve a “la normalidad”, salimos todos por la misma puerta a ritmo de batucada, sabiendo que lo que sucede y se dice en la arena es parte de un simulacro colectivo. La lucha libre es un notable ejercicio de civilidad. ¿Y si fuéramos así en la política, la religión y en deportes que en verdad nos dividen?
En La sociedad del espectáculo, Guy Debord parece que hubiera asistido a la lucha libre: “No es una decoración añadida al mundo real, es el corazón del irrealismo de la sociedad real” y ahí, creo, radica la válvula de escape social pues “En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un instante de lo falso”.
Regresé a casa esa noche y abrí un cajón improbable. Acaricié dos máscaras que me compré hace unos años y me dormí en paz.