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La fiesta de la memoria

Hace unos años, hurgando entre la vida y la muerte (reflexiones en torno al negocio de las casas funerarias) caí en cuenta de varias obviedades (deporte que practico con frecuencia), una de ellas es el lenguaje espacial con el que el mexicano habla de la muerte: “ya se nos fue”, “el otro lado”, “el más allá”, “el viaje a la otra vida”, “el tránsito del difunto”, “conducir el alma”, “el destino final”, “algún día lo alcanzaremos”. Y otra, apunté por ahí que el código de la muerte para el mexicano es el olvido; subrayé la frase “mueres cuando dejan de recordarte”. Recuperé estas observaciones antropológicas mientras no podía pararme de la butaca a pesar de que la película había terminado, como si hiciera un tributo a la larga lista de personas que aparecían en los créditos o tal vez esperando que mis ojos recuperaran su sequedad habitual.

Coco, la película de Pixar que recientemente se estrenó en México, es un altar a las costumbres y tradiciones mexicanas alrededor de la muerte y particularmente el Día de Muertos. Me alegró saber que en el equipo de producción hubo consultores culturales, no es casual que la historia retrate tan bien varios estereotipos mexicanos y que tanta gente que la ha visto se exprese positivamente de la historia, de sus personajes, pero sobre todo conecte profundamente con el simbolismo que proyecta. El valor de esta película no está en lo que es sino en lo que significa. Por esta misma razón los corporativos que dictan estrategias comerciales para toda una región de países muchas veces fracasan, nunca piensan en asesorarse sobre los códigos culturales locales. Coco es todo menos la arrogancia gringa que impone su visión del mundo.

El tributo que se hace a México desde Pixar no es menor si consideramos el clima antimexicano generado por el fenómeno Trump. La historia rescata en buena medida la visión de los antiguos mexicanos, para quienes la vida se prolongaba en la muerte, concepción que la Conquista modificó con creencias y símbolos que hasta nuestros días permanecen y cohabitan con los anteriores.

Quizá el gran mérito de Coco es tener una explicación extraordinariamente sencilla a un fenómeno complejo, la imaginada para algunos, real para otros, transición entre el mundo físico y el del más allá, el Mictlán, el Xibalbá, el Cielo. El planteamiento dramático de que los difuntos regresan únicamente si alguien los recuerda da en el clavo: el olvido como el último estadio, el sitio definitivo y final. “Ya somos el olvido que seremos” es el inicio de un bello soneto atribuido a Borges en el que con visión preclara anticipa lo que parece ser el destino común. Digo parece porque unos son más recordados que otros. La vida entonces es el tiempo y espacio para dejar huella en los demás, semillas de la memoria, la posibilidad de aparecer en un altar de muertos y poder regresar a través de un largo camino naranja de cempasúchil guiado por un xoloitzcuintle. Aunque he visto cientos de altares de muertos, por primera vez sentí el deseo de poner uno en casa. Coco demuestra no sólo el tremendo poder de saber contar historias, prueba que siempre hay una forma más poderosa de contar una historia.

En Coco cautiva la forma sin hacer sombra al fondo. Una chancla, proyectil en manos de una abuela mandona, provoca risas, y el papel picado sorprende mientras se transfigura con la complicidad del viento, el mismo que entra por una ventana hasta llegar a la bisabuela enjuta, con sus mil arrugas y trenza blanca, sumida en sus recuerdos silenciosos al vaivén de una mecedora que no va a ninguna parte, o tal vez sí, del presente al pasado y viceversa, ese círculo caprichoso y selectivo que llamamos memoria, el tema central de Coco, la capacidad de recordar no sólo a quienes ya no están físicamente sino nuestras tradiciones, la masa madre de la que se hace parte de la cultura mexicana.

Cuántas cosas que por cotidianas despreciamos adquieren renovado valor. ¿Necesitamos vernos en los ojos del otro para sabernos? Por eso quizá otra película, Spectre, inauguró el ahora tradicional desfile de catrinas en el Centro Histórico de la capital del país. Sí, Coco es un altar a la cultura mexicana, uno donde falta que nos creamos la historia: México cuenta, tenemos mucho que contar al mundo.