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Palabra del futuro

Los seres humanos caducamos; nuestro lenguaje, aunque mortal también, nos trasciende. La lengua de las civilizaciones es orgánica, viva, nunca está terminada; es un sistema de puertas abiertas donde se incorporan nuevas palabras, y otras más se van desvaneciendo, o bien, toman un nuevo significado. Así, arroba dejó de ser una medida de peso para convertirse en un símbolo del mundo digital. Nuestros abuelos dirían que hoy hablamos otro idioma, uno que se parece al de ellos, con términos inéditos que les serían desconocidos. Dirían que hablamos encriptados. Como un símbolo suele suplantar a otro (y los vocablos son símbolos), hay palabras en calidad de zombis en el diccionario: “coqueluche” evolucionó en tosferina, y “garrotillo” en difteria.

Mi abuelo materno, pintor, poeta y humanista, me preguntaría por qué la palabra ósculo, de uso coloquial en la poesía, ha desaparecido de nuestra conversación. Le diría que efectivamente no se usa, si bien la acción que implica sigue vigente, lo constatamos con frecuencia cuando vemos a una persona dar un beso cariñoso a otra. Mis abuelas estarían intrigadas con nuevas criaturas idiomáticas, como “perreo” (de singular inspiración erótico-canina). Y seguramente convertirían su asombro en indignación si les pudiera mostrar en un video las cualidades que este baile demanda: ritmo y glúteo.

La creación de nuevas palabras es una forma en la que la cultura evoluciona. Cada neologismo da nombre y significado a objetos o acciones que no existían del todo o de forma concisa, de modo que requerían más de una palabra para ser definidas. Así, perreo sería simplemente un “baile erótico y vulgar”. La tendencia a simplificar en el ser humano hace que acortemos la ruta para describir algo, en vez de usar cuatro palabras, podemos pronunciar simplemente una. De ahí la costumbre de mutilar nombres largos: Tequesquitengo es ahora “Teques”, de la misma forma que Valle de Bravo es “Valle”, Cuernavaca “Cuerna” y (quizá la versión más odiosa) Puerto Escondido es “Puerto”, en voz de los fuereños que ahora habitan la zona y que en su infinita arrogancia borran del mapa a los demás embarcaderos del planeta. A Cacahuamilpa le iría muy mal.

Las palabras han sido y seguirán siendo una voz colectiva, un acuerdo tribal, un código compartido. Los órganos que regulan el lenguaje tienen la llave de las puertas por donde entran nuevas acepciones. Así ha nacido la moda de elegir la palabra del año. En este 2023 el vocablo seleccionado por los expertos de Oxford University Press es “rizz”, derivado de la palabra carisma, y se usa para expresar que alguien tiene encanto y “la habilidad para atraer una pareja romántica o sexual”. Es lo que por décadas hemos llamado “pegue”, cualidad para “ligar”, ambas acepciones, por cierto, ya adoptadas por la Real Academia Española. Hay también injusticias. No deja de ser notable que a “rizz” le bastó que un “influencer” la usara en un video para que millones la apropiaran ipso facto, mientras que la palabra “criptonita” apenas ha sido aceptada por la RAE, siendo que, desde mi generación, los niños de entonces y después la usaron como referencia a un poder destructivo.

En su luminoso ensayo “El infinito en un junco”, Irene Vallejo escribe: “Los enunciados innovadores ensancharon el espacio del pensamiento”, y pone como ejemplo que Aristóteles usó el vocablo “theoría” para aludir al acto de mirar algo (yo añado: con profundidad). Bueno, pues no creo que “rizz” o “perreo” ensanchen el pensamiento, aunque habrá que darles cabida en esta procesión evolutiva de la lengua, so pena de quedar desactualizados. También sean bienvenidas las nuevas voces de la RAE: pixel, cookie, sexting, big data y banner.

La vigencia de una palabra no depende de su inclusión en un diccionario sino de si es o no pronunciada cotidianamente por las personas. Siendo un poco disruptivos con la tradición de nombrar palabras del año luego de evaluar su trayectoria, cabría el pensamiento contrario: diseñar el futuro a partir de una palabra. No harían mal las personas, empresas, instituciones, el Estado mismo, en construir la visión del siguiente año en función de una palabra declarada (que debería inspirar el destino de un grupo o de un país).

Somos aquello que pronunciamos. ¿Cuál será tu palabra en el 2024?