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La llave azul

No estoy seguro, supongo que es de esas corazonadas banales, pero a todos nos llega en algún momento de nuestra vida una revelación trascendente, conclusión que a modo de estalactita se va formando en la cavernosa profundidad de la conciencia. Un libro hoy puede tener una frase que recordarás en el futuro, una especie de instrucción cifrada para ser descubierta con el tiempo. Una experiencia del presente, de la cual tal vez reniegues y te preguntes ¿por qué a mí?, no tiene respuesta hoy, pero mañana seguramente la tendrá. Vivimos muchas cosas intrascendentes hasta que cierto día adquieren un significado profundo.

La reflexión viene a cuento porque cada vez que tengo la fortuna de hablar frente a jóvenes estudiantes les prevengo sobre el sinuoso y cifrado camino de la vida, especialmente en los inicios de la etapa profesional. Generalmente, al salir de la carrera, chocan las expectativas de la vida idealizada con la realidad (más si la carrera se llama “Dirección de Empresas”, pero para estos fines, atañe a cualquier vocación).

Acumulamos momentos, recuerdos, experiencias de aquí y allá, todo va, como si fueran objetos, a la mochila de la vida. Eventualmente sucede algo que no quisimos vivir, una llave azul, esa pieza rara que en vez del relieve dentado es como un prisma triangular, una llave que no abre ninguna puerta conocida pero que a fin de cuentas se vuelve parte de la carga inútil del camino.

Yo recogí una llave azul. Antes de graduarme trabajé en un banco, mi puesto equivalía al primer eslabón evolutivo en la cadena financiera: informador de crédito. Subido de ínfulas por tener un empleo con prestaciones superiores al promedio, ansiaba saber cuál sería mi oficina, a quién le pediría mis llamadas o un café (aunque en ese entonces no tomaba café). Para mi infortunio las labores asociadas a mi primitiva posición no contemplaban oficina alguna, vamos ni siquiera un escritorio o un rincón digno, mucho menos una asistente. Mi trabajo consistía en estar en la calle visitando las referencias crediticias de los clientes (e ingeniármelas para conseguir referencias adicionales) para luego escribir un informe con el cual el analista de crédito emitiría su recomendación.

Era infeliz. Y como las tragedias pueden empeorar, la tragedia subió de tono: los informes tenían que ser escritos a máquina, herramienta secretarial a la que yo le atribuía una profunda condición indigna (hoy me arrepiento) a mi investidura de egresado. No uno, sino tres informes diarios había que redactar cada tarde desde algún escritorio comunal del departamento de crédito. Era muy infeliz con mi inútil llave azul a cuestas. Por si fuera poco, tenía que visitar lugares inéditos y no siempre agradables. En el rastro de la ciudad, el hombre que buscaba salió a mi encuentro entre las reses que colgaban en canal. Sobrado de grasa, chimuelo, tras un delantal con sangre fresca y otros efluvios, me dijo “¡hola, güerito!” y me abrazó con fuerza mientras sus compañeros reían. Era un rito de paso para su tribu. Luego de esa vez se convirtió en un informador frecuente para mí (ya sin abrazo de por medio).

De pronto uno camina en la vida por estrechos pasajes, angostos espacios donde parece que no hay salida; sientes que te ahogas en tu realidad de la que reniegas, pero de pronto, espera, ¿no se ve allá algo que parece una puerta?, sí, allá, al fondo. Te acercas y ves que es una cerradura singular, su color azul y su oquedad triangular te recuerdan algo de tu pasado. ¿Será posible que aquella llave azul que alguna vez recogiste…?

Las llaves azules abren puertas. Hoy en día me jacto de que no tengo propiamente una oficina, paso gran parte de mi tiempo en la calle y dedico casi toda mi atención a investigar sobre las personas, escribo informes, visito tribus disímbolas, ¡ah!, y gracias a que tuve un entrenamiento forzado en el teclado de una pesada Olivetti, puedo escribir en mi computadora a una velocidad que sólo conocen mis dedos. Y lo disfruto enormemente.

Las claves de la vida se entienden mirando el espejo retrovisor.