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Principio infalible

Dentro de las muchas teorías que se conocen en materia de cómo ganar la preferencia de los consumidores en un mercado competido, la contundencia tiene un trono y para mi gusto lo comparten Clayton M. Christensen y Theodore Levitt, ambos profesores de la Escuela de Negocios de Harvard. Alguna vez he referido aquí sus aportaciones; la del primero, con el Job to Be Done, que fuerza a las empresas a entender que tienen una y sólo una gran tarea por cumplirle al consumidor. La del segundo, precursor en exponer a los corporativos a formular su propuesta de valor a partir del consumidor, no de un equipo directivo.

Como suele suceder con los lugares comunes, la obviedad de los dos planteamientos no lo es tanto cuando uno explora entre quienes hacen que las cosas sucedan dentro de las empresas. Con mucha frecuencia los colaboradores, incluso en mandos directivos, no comparten el mismo objetivo que sus colegas y ¡peor aún! que la compañía. Las teorías de ambos catedráticos siguen teniendo una enorme vigencia.

Para Christensen, la clave para generar preferencia radica en entender qué es lo que le soluciona la marca al consumidor, más allá de las razones que tienen los directivos. La tarea no es tan fácil pues no se trata de preguntarle al cliente, se requiere interpretarlo (aquí es donde el cruce de la antropología con los negocios produce una mezcla formidable). Y para Levitt, el deseo de un comprador no necesariamente está marcado por aquello que compra sino para qué lo compra. Su ejemplo en el que propone no vender taladros ni brocas ni taquetes, sino agujeros, es un clásico.

A este contexto sugiero añadir una humilde aportación. A todas aquellas personas de negocios que aspiran a la soñada lealtad del consumidor, les digo, no se desgasten, es como la olla al final de arcoíris, no existe. Lo que sí existe es la lealtad al beneficio, ¡ahí está el interés y el corazón del consumidor!; mientras en tu propuesta de valor esté el beneficio esperado, tendrás la lealtad (prestada) del consumidor. Mucho cuidado con perder este beneficio, perderás la preferencia de la gente. Veamos un par de ejemplos cercanos.

Uber llegó rompiendo esquemas. A todos nos conquistó su propuesta de valor, facilitarte la vida a través de realizar trayectos (de objetos o personas) con comodidad, con seguridad, limpieza, un gran precio y un servicio sobresaliente, todo esto en comparación a la solución de entonces, los taxis (que, en su gran mayoría, ofrecían exactamente lo contrario). Uber elevó la barra, no hay duda. Algunos taxistas se superaron, otros salieron del mercado. Actualmente, Uber es una mala sombra de lo que fue. Por las razones que se quiera, el precio es mayor al de los taxis, ya no obsequian agua, mucho menos abren la puerta, y además se dan el lujo de cancelar viajes cuando uno ha invertido ya varios minutos en la espera. Están traicionando su propuesta de valor, su Job to Be Done. La dorada lealtad del consumidor hoy busca otras opciones, el beneficio ya cambió de vehículo. Triste.

Ticketmaster nos facilita la vida en materia de espectáculos, no hay duda. Nos evita aglomeraciones y reventa, nos hace la experiencia placentera y sin sorpresas. Bueno, casi siempre. En el Teatro Degollado, de Guadalajara, Ticketmaster vende localidades donde la visibilidad es nula, no mala, nula. Y cuando se les reclama, simplemente no responden. Alguien dentro de la compañía no ha entendido que su tarea no es vender boletos, es hacer que la experiencia del consumidor sea completa. No depende de ellos, por supuesto, que un espectáculo sea bueno o malo, lo mínimo que uno les pide es que tengan la ética para comprobar que lo que venden sirve para lo que anuncian: ver un espectáculo.

En el beisbol hay una gran verdad: contra la base por bolas no hay defensa. Lo mismo aplica cuando se atenta contra el beneficio esperado por el consumidor. Su lealtad es un préstamo frágil, sin fecha de caducidad ni promesas eternas, se refrenda cada vez que la marca encuentra su momento de verdad o cuando se tiene la oportunidad de revertir una mala experiencia.

Encontrar cuál es la gran razón de existir de una marca implica ver más allá de lo funcional, hay que adentrarse en lo simbólico. Las marcas valen más por lo que significan que por lo que son.