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Cómplices de sangre

Hace unas semanas, Sara Sefchovich, a quien tengo en alta admiración, escribió una columna dolorosa (“¡Nos equivocamos, Presidente!”, 7 de junio de 2020, El Universal), muy relacionada con el tema central que expresé el domingo pasado en este espacio editorial: el ser humano delinque hasta donde pueda justificar una buena autoimagen.

De esta racionalización nos cuenta la autora de ¡Atrévete! Propuesta hereje contra la violencia en México, obra en la que exhorta a las mujeres de casa, madres, abuelas, hermanas, esposas, a actuar en contra de las acciones ilícitas de sus hijos, nietos, hermanos y esposos, para poner un alto a la violencia y escapar del riesgo de muerte que implica una actividad delincuencial. La hipótesis no era descabellada dada la influencia matriarcal que tenemos en México, parte de un tejido social no roto, al contrario, sumamente amarrado y resiliente, en el que la figura materna es uno de los pilares.

Sara acepta que se equivocó y, dice, junto con ella el presidente de la República al tener la misma apuesta, la exhortación amorosa y reflexiva a las madrecitas mexicanas. Testimonios recientes evidencian que la mayoría de las mujeres no sólo no están dispuestas a detener la carrera delictiva de sus familiares, sino que la justifican y racionalizan en función de los beneficios que obtienen. En otras palabras, la apuesta era que la propia familia destruyera la autoimagen del delincuente al mostrarle su oposición. Esto no sucedió, al contrario “…los beneficios eran tan importantes para ellas, que estaban dispuestas a perder a sus hijos, con todo y el dolor que eso les causaba”. Esta justificación del delito es muy fuerte, explica por qué vemos a familias enteras delinquiendo, desde la madre de un jefe de cártel hasta la madre de un funcionario que acepta ser prestanombres.

La situación pone de manifiesto una severa crisis de valores sociales en el país. También explica que la justificación del delito llega a niveles de crear símbolos religiosos de veneración entre ciertos grupos, como la figura de Jesús Malverde, salteador de caminos del siglo XIX, al que se le da trato de santo. Por cierto, fue conocido como el “bandido generoso”, una representación del arquetipo del “justiciero social” al estilo Robin Hood; personas que cometen un ilícito bajo un argumento justificatorio. De hecho, en el imaginario narrativo, el astuto arquero del bosque de Sherwood es nada más ni nada menos que ¡un héroe!, lo cual nos habla de una propensión humana a racionalizar aquello que, aun siendo un delito, se ve como justicia.

Tomemos el caso que durante la semana ocupó gran parte de la atención mediática en las redes sociales, el linchamiento de un asaltante de transporte público (no una combi, triste genérico para cualquier camioneta de pasajeros), a manos, mejor dicho, a puños, patadas y rodillazos, de varios de los pasajeros de la unidad. El suceso dividió a la opinión pública entre quienes justificaron un acto ilícito (hacerse justicia por propia mano) y quienes reprobaron la agresión que dejó en muy malas condiciones al ratero, referido en videos como “la rata”, es decir, despojado de su condición de ser humano, lo cual facilita su lapidación.

La apología del delito a través de los llamados narcocorridos evidencia una forma de la racionalización que sucede en el imaginario popular: “Por ambición al dinero / me metí en el contrabando, / no soporté la pobreza, / las promesas me cansaron, / me estaba muriendo de hambre / y todo por ser honrado. / Al igual que muchos otros / tengo derecho a la vida, / hoy tengo mucho dinero / y vivo como quería, / sigo siendo agricultor / nomás cambié la semilla”. (El Agricultor, Los Pumas del Norte). Sin menoscabo de que la marginación social es fuente de delincuencia, la exacerbación de la justificación para cometer ilícitos es una fuerza poderosísima que, al igual que el acto per se, debe combatirse.

En mi imaginación se escribe un cuento en el que escuchamos qué respondería Teresina Capone sobre las andanzas de su vástago: “No merece sus calificativos, es un buen chico”. Oponerse a un familiar delincuente debe ser visto como un acto de valor cívico, un nuevo heroísmo, rebelde, en el que los valores están por encima de la sangre. De ese tamaño es el reto.