Estos días me causan aversión para viajar. Cada año pretendo distraer a mi esposa para que Semana Santa y hasta la de Pascua le pasen de largo, como el ascensor que llamamos y de pronto se abre mientras papamos moscas o vemos el celular. Nada como quedarse en casa a leer, que es hacer bastante, pero para los que no leen es no hacer nada.
Los aeropuertos están atiborrados, no sólo de viajeros, también del mal genio de la gente, que es peor. Los prestadores de servicio son nada más prestadores. Están tan hartos de los viajeros y de jornadas extenuantes que se disponen a procesar “¡el siguiente!”, que no es una persona sino un potencial fastidio, porque no falta la señora o el señor que tienen que contar la justificación de sus vacaciones: “mire, señorita, vamos a Mérida a ver a una tía”; mientras la prestadora se limita a pedir con resignación las identificaciones. Ya no hablemos de aquello que no vio el cronista guanajuatense, se salvó de las aerolíneas (es un decir, murió en un avionazo) contemporáneas y de las paranoicas medidas de seguridad, de las abusivas políticas de las líneas aéreas de bajo costo (y alto estrés), de los reducidísimos espacios que ahora hay entre las filas de los asientos del avión. Como el buen Jorge era corpulento, seguramente hoy viajaría con las rodillas a la altura del abdomen.
Los restaurantes están en Jauja, a los dueños y a los meseros les va bien pero al turismo no tanto. La mayoría no están preparados para una sobredemanda. Las playas y las albercas, otro tanto. Encontrar un camastro es más raro que un Oxxo con dos cajas funcionando y no falta quien sacude su toalla sin pensar que existen el viento, la gravedad y quienes a su lado tragamos arena por su culpa. Llegada la noche, los niños, con carnes enrojecidas e hirvientes, se quejan de los ardores y sus padres tienen que salir a comprar un remedio a precio de whisky, o más caro, de mezcal.
La ida o el regreso son un suplicio. Viajar por carretera es la prueba contundente de que el infierno existe. Las horas se multiplican por dos o hasta tres. En las autopistas de cuota se hacen filas larguísimas para pagar el peaje; ¿no hemos encontrado un paso a la modernidad que disponga de carriles con prepago vía una aplicación en el teléfono celular?, ya lo tiene el cine pero no la SCT (aclaro que S no es de Socavón, que bien podría serlo dada la mala sombra que acompaña al secretario de esa dependencia). Como no falta en el auto quien viene a punto de estallarle la vejiga, uno por fin llega a los baños públicos para encontrar que también ahí hay una fila de espera en la que varios bailan sin dejar su lugar; encima, hay que que pagar la entrada, algún oportunista ha dispuesto el ilegal cobro a cambio de un decímetro cuadrado de papel higiénico, para encontrar que dentro de los sanitarios ni hay papel ni está higiénico y mucho menos hay jabón.
¿Valió la pena? Como diría Guillermo del Toro, “somos mexicanos”, o sea que para la mayoría de los viajeros, sí, lo nuestro es el masoquismo, aguantar el espanto, aunque las penurias no acaban al regreso. En los primeros días de trabajo o en la escuela, está el cuerpo de uno pero uno no ha llegado. A leguas se nota la ausencia. Unos parecen más zombis que otros, bostezan igual.
De nada te has perdido, querido Jorge. Aquí seguimos haciendo lo mismo, eso sí, más desparramados que ayer.