La extravagancia y la pobreza caminan descalzos; la primera porque quiere, la segunda porque no puede. Reflexiono frente a una ventana entre la selva de Tulum, el pueblo que toma su nombre de la esplendorosa ciudad maya que en realidad nunca se llamó con ese vocablo agudo que al pronunciarse evoca el sonido de un tambor prehispánico. El nombre Tulum es relativamente reciente y quiere decir muralla o palizada. Fuentes del siglo XVI (que, no insistan, no revelaré) asocian la antigua ciudad maya con el nombre de Zamá, que significa mañana o amanecer.
A escasos kilómetros de la zona arqueológica que mira al Caribe, existe otro lugar que con el mismo nombre se ha convertido en polo de atracción para turistas de todo el orbe, el corredor “eco chic” de Tulum, un espacio sui géneris que glorifica la amalgama de dos mundos, el ecológico con su discurso de sustentabilidad por el medio ambiente, el respeto al planeta y sus especies, y por el otro el glamour de la comodidad semiurbana y el lujo, que en esta zona suele ser una carencia autoinfligida.
Las palizadas son el sello decorativo que hacen posible sentirte en chozas primitivas donde la mercancía se vende a precios de Champs Elysées. La comida puede ser espectacular, con combinaciones tan eclécticas que escuchar la mezcla de ingredientes en boca de un mesero suele ser la confirmación de que el paladar comienza en el oído. Aquí no compra cualquiera. Un hermoso vestido blanco de manta por tan sólo dieciséis mil pesos cuelga en una boutique donde con orgullo se anuncia que no usan aire acondicionado. Sudar por elección es un lujo.
Estamos ante una realidad contradictoria donde la última sofisticación es ser rústico. Por las noches se encienden miles de veladoras y el incienso arde para atraer la armonía y algo más, el dinero, mucho dinero. La zona, que sin duda tiene su encanto, también me deja con un aura de incomodidad: aquí no sólo se atiende al turismo, también se le ordeña. Empecemos por decir que en esta parte de la hermosa Riviera Maya, lo más escaso es el espacio. Sello distintivo de la planeación (es un decir) mexicana en materia urbanística, el corredor “eco chic” tiene nada más un angosto camino (plagado de eco-baches), como un delicado vaso capilar que alimenta a un corazón.
Este corredor es una muestra de que el caos es mexicano. ¿Dije ya que no hay lugares para estacionarse y tampoco banquetas para los peatones? Bueno, pues esta circunstancia puede ser parte del viaje, especialmente para los amantes del turismo de aventura. Los peatones y los ciclistas caminan como hormigas por la delgada carretera mientras decenas de automóviles, generalmente taxis, literalmente los rozan. Como no hay iluminación pública (parte del encanto) hay que sortear en la eco-oscuridad piedras y abundantes obstáculos con los que más de algún peatón tropieza, ¿qué mejor forma de llegar al paraíso habiendo hecho contacto con la madre tierra? La evidente falta de regulación (o la impunidad) permite que camiones repartidores de refrescos, pipas de agua o gas, presten sus servicios a cualquier hora, generando un tráfico que reta la filosofía zen del espacio.
En el Templo de los Frescos de Tulum los murales retratan a seres del inframundo, los eco-antros los vuelven a la vida: jóvenes de múltiples nacionalidades atiborran y se contornean en ruidosos bares donde las eco-bebidas tienen precios neoyorquinos y las condiciones para otorgar una mesa suelen ser muy abusivas. Además, como muestra del sello rupestre, muchos sitios sólo aceptan efectivo. Algunos visitantes van descalzos para sentir la vibra planetaria. A muy pocos kilómetros de ahí, el pueblo de Tulum también tiene gente descalza, por otras razones. Estamos lejos de que estos paraísos turísticos puedan derramar un bienestar justo en la localidad.
El documental El lado oscuro de Tulum exhibe la simulación de respeto ecológico por parte de abusivos empresarios ante la complacencia de las autoridades. Los diferentes niveles de gobierno deben intervenir para evitar el colapso de la zona. ¿Volvería? Definitivamente sí, la magia supera los inconvenientes, aunque tal vez los aluxes nos quieren alejar del sitio para que no lo destruyamos, dictan una ley que flota como el humo del copal: para gozar Tulum tienes que sobrevivirlo.