CENTRAL PARK, Nueva York.- Es septiembre de 2013; un anciano vende cuadros de arte en un rudimentario puesto ambulante. La gente pasa, curiosea y sigue su camino. Pocos se detienen a observar los lienzos, aparentemente ordinarios, a un precio de 60 dólares. Nadie imaginaba que estaban frente a obras originales de Banksy, el artista callejero más enigmático y cotizado del mundo (quien intencionalmente orquestó el episodio). Solo unas cuantas piezas se vendieron en ocho horas. Aquellos que se animaron lo hicieron más por simpatía que por convencimiento. El verdadero valor de esas obras (cientos de miles de dólares) pasó desapercibido.
Una semana después, dos artistas repitieron la escena, esta vez vendiendo imitaciones deliberadas bajo el nombre “Fake Banksy”. El resultado fue radicalmente distinto: vendieron todo en menos de una hora, aun cuando las piezas eran falsificaciones declaradas.
Este episodio revela que para los seres humanos el valor no reside en el objeto, sino en lo que proyectamos sobre él. Como decía Marcel Duchamp: “Es el espectador quien hace la obra de arte”. Los cuadros no valían menos la primera semana ni más la segunda; lo que cambió fue la narrativa. Una obra anónima es un objeto mudo, cuando le añadimos un nombre, un símbolo o una historia, adquiere un valor que trasciende lo material. En ese acto de reconocimiento simbólico, el arte se convierte en algo más que pigmento sobre lienzo; se transforma en un vehículo para nuestras proyecciones.
El caso Banksy es solo un ejemplo del fenómeno más amplio que rodea al valor simbólico. Pierre Bourdieu lo describe como “capital simbólico”, esa forma de reconocimiento y legitimación social que otorga poder a las cosas, a las personas y a las ideas. En el mercado del arte, el capital simbólico es más influyente que el talento técnico. Las obras de un artista reconocido pueden valer millones, mientras que un lienzo de calidad equivalente, sin la misma legitimación, podría pasar desapercibido en una subasta. El prestigio, el nombre, la historia detrás de la obra se vuelven más relevantes que la obra misma.
En la vida cotidiana, el valor simbólico moldea nuestras decisiones. Gran parte de lo que percibimos como valioso está condicionado por símbolos que nos rodean. Vestimos marcas no solo por su calidad, sino porque representan algo que nos importa y da identidad. El filósofo Jean Baudrillard lo explica en su teoría de la simulación: el mundo moderno está dominado por simulacros, representaciones que han sustituido a lo real. En su obra “Cultura y simulacro”, argumenta que ya no distinguimos entre la realidad y las imágenes que la representan. El arte de Banksy, con su juego de realidades y su constante subversión de lo que consideramos “autenticidad”, es un ejemplo claro de cómo la imagen ha reemplazado al objeto. La gente compró los “Fake Banksy” no por lo que eran, sino por lo que representan: una conexión con lo que el artista simboliza. La ironía es que, al hacerlo, estas falsificaciones tomaron un valor genuino para quienes las adquirieron.
¿Cuántas veces nos hemos aferrado a algo no por su utilidad real, sino por lo que representa? Un simple reloj puede valer mucho más si fue un regalo de un ser querido. Un libro subrayado y desgastado puede tener más valor sentimental que una primera edición impecable. El valor, como la belleza, está en el ojo del observador, y es moldeado por la historia que construimos en torno a las cosas.
El malabarismo de Banksy con el valor simbólico es un recordatorio de que todo puede ser cuestionado, incluso aquello que consideramos auténtico. Su obra no solo critica el sistema del arte, sino nuestra propia relación con el valor. ¿Qué estamos comprando realmente cuando adquirimos un producto, una obra de arte o incluso una experiencia? En muchas ocasiones, no es el objeto en sí, sino el símbolo que proyectamos sobre él, la historia que nos contamos a nosotros mismos.
En un mundo saturado de imágenes, marcas y símbolos, lo que realmente buscamos no es necesariamente lo real, sino aquello que nos hace sentir parte de algo más grande, algo que dé sentido a nuestras vidas, una narrativa donde tenemos cabida. En el fondo, el episodio refleja una antigua verdad: realidad es aquello que percibimos como realidad.