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¡Se cayó!

Durante el reciente desfile militar conmemorativo de la Revolución Mexicana, participaron cerca de mil elementos de la caballería del Ejército Mexicano haciendo acrobacias ecuestres. La nota periodística al día siguiente, en varios diarios, coincidió en destacar a uno de esos jinetes, ¿el motivo?, caballista y corcel cayeron al suelo frente al presidente de la República. ¿Por qué ese desafortunado accidente se convirtió en noticia de primera plana? ¿No ameritaba más atención que los cientos de jinetes u otros miles de participantes en el desfile lo hicieron bien y no se accidentaron?

Los seres humanos tenemos atracción por las noticias que podríamos calificar de negativas. Cabecear la plana “Realiza acrobacia sin novedad”, difícilmente llamaría la atención, a menos que supiéramos que había algún impedimento para no haberlo hecho: “… a pesar de no tener piernas”. En el cuento literario, parte de su efectividad radica en el nudo o conflicto al que el o los personajes se enfrentan. En la narrativa de historias, el hilo de tensión consiste en ese problema sin resolver. Lo saben bien los guionistas de televisión y cine.

Las razones de nuestro imán con la información negativa existen desde tiempos cavernarios. Los cazadores regresaban al campamento luego de extenuantes jornadas, encendían una fogata y alrededor de ella se reunían más individuos de la comunidad, escuchaban sus historias con profundo interés para saber cómo uno de ellos se había ahogado al cruzar un río caudaloso o cómo otro había sido mordido por una serpiente mortal, no por morbo ni por schadenfreude, lo hacían por la razón más importante de todas: la sobrevivencia. A través del éxito o infortunio de otros acumulamos instrucciones para estar preparados en circunstancias análogas. El principio es tan antiguo como vigente.

Muchas personas externan que prefieren las “buenas noticias” a las “malas noticias” en los periódicos. Incluso califican a muchos de “amarillistas”. Hay, sin embargo, una contradicción entre el decir y el hacer. La inclinación que tenemos por lo que llamamos “malas noticias” es biológicamente necesaria. Piensa, por ejemplo, que de un día para otro dejas de tener “malas noticias”. Los medios destacan -nada más- las nuevas flores recién brotadas en los viveros, las listas de los mejores estudiantes de educación superior, ningún político incumple, y así, todas las noticias, por radio, televisión, internet, no hablan de otra cosa más que del mundo maravilloso que es tu ciudad. En ese paisaje utópico un buen día eres asaltado en una zona de la ciudad donde no sabías sus riesgos.

Imagina que transitarás una carretera que no conoces y te ofrecen tres guías: una contiene los puntos hermosos del camino, otra tiene sólo los puntos de peligro y riesgos a evitar, y la otra es una combinación de ambas. Difícilmente escogerás las dos primeras. No es entonces que seas una persona negativa porque te atraen los infortunios, eres una persona normal.

Aunque digamos lo contrario, necesitamos las “malas noticias” para estar prevenidos. Por esta razón el gas LP tiene un olor añadido, nos alerta.

En “Arkangel”, episodio de Black Mirror, una mamá hace que a su pequeña hija le implanten en el cerebro una tecnología que censura de sus sentidos cualquier elemento violento u obsceno en su vida. La madre pretende que su hija crezca sin influencia de lo negativo. Así, cuando hay una pelea en la escuela, la niña ve una escena borrosa, pixelada. Cuando camina en la banqueta y un perro bravo le ladra amenazante detrás de una cerca, ella no lo escucha, además, es incapaz de notar esos afilados colmillos. La hija crece sin conocer las señales de peligro. Es incapaz de ver el rostro de su abuelo sufriendo un ataque cardiaco como para pedir ayuda. En su futuro tampoco sabrá cómo reaccionar ante las drogas o una hemorragia. Es como un organismo sin anticuerpos a merced de virus y bacterias.

¿Podrían las “malas noticias” en realidad ser “buenas noticias” en la medida que nos preparan para sobrevivir? Tal vez habría que repensar nuestros convencionalismos y valorar que hay cosas que necesitamos saber y reetiquetar. La habilidad para procesar la información es, quizá, el fuego del sapiens contemporáneo. No hay que quemarnos.