El ser humano ha mostrado proclividad a sacar ventaja de cualquier situación. Este instinto, profundamente arraigado en nuestra naturaleza, ha sido un motor para el progreso, también un peligroso detonante de la corrupción, la ilegalidad y la injusticia. ¿Qué impulsa a las personas a aprovechar las oportunidades, a veces con fines nobles y otras veces con objetivos egoístas y destructivos? Y más importante, ¿cómo podemos equilibrar esta inclinación con la necesidad de un orden social justo y equitativo?
El impulso de sacar ventaja no es en sí mismo ni bueno ni malo; su moralidad depende del contexto. En su forma más positiva, este instinto se manifiesta en la búsqueda de soluciones innovadoras, en la invención de nuevas tecnologías, en la creación de obras que transforman la sociedad y en el espíritu emprendedor que impulsa el progreso. La habilidad para aprovechar oportunidades puede ser vista como una fuerza vital que nos empuja hacia la superación personal y colectiva.
Sin embargo, esta misma inclinación puede llevar a actos ilícitos cuando se cruza el umbral de la ética. La historia está repleta de ejemplos donde la búsqueda de ventaja personal ha resultado en fraudes, robos, engaños y abusos de poder. Desde el peculado millonario hasta los pequeños actos de corrupción cotidiana, la propensión humana a sacar provecho puede convertirse en un cáncer que corroe los cimientos de la sociedad. En “Leviatán”, Thomas Hobbes argumentaba que en ausencia de un poder superior que imponga el orden, la humanidad estaría en un estado de guerra de todos contra todos, donde la vida sería “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.
Es aquí donde surge la necesidad de una fuerza opositora que modere el deseo desmedido de sacar ventaja. Esta fuerza puede ser externa, como es el caso de la ley, las costumbres sociales y el deber ser que dicta la moral colectiva. Estos mecanismos actúan como frenos a los impulsos egoístas, imponiendo sanciones y consecuencias para quienes cruzan las líneas del comportamiento aceptable.
No obstante, la regulación no siempre es suficiente. La moralidad no reside únicamente en la obediencia a las normas externas, sino en la capacidad del individuo para autorregularse, para actuar conforme a principios o límites que él mismo reconoce. En otras palabras, la oposición al instinto de sacar ventaja no proviene solo del miedo a las consecuencias, sino de una profunda convicción interna sobre lo que es justo y correcto. Aquí se nos presenta una paradoja fascinante: para que la sociedad avance, necesitamos del instinto de sacar ventaja, pero también necesitamos de un contrapeso que impida que este instinto nos destruya. Ser ciudadano es suscribir un contrato social, implica renunciar a ventajas personales en pro de intereses colectivos.
Esta dicotomía puede observarse claramente en el ámbito de la política y la economía. Los sistemas de libre mercado, por ejemplo, están construidos sobre la idea de que los individuos, al perseguir su propio interés, contribuirán al bienestar general. Adam Smith, en “La riqueza de las naciones”, argumentaba que el interés personal, guiado por la “mano invisible” del mercado, llevaría al beneficio colectivo. Sin embargo, Smith también advertía sobre los peligros de un mercado sin regulación, donde la búsqueda de ventaja por parte de unos pocos podría llevar a la explotación de muchos. El capitalismo es una moneda de dos caras. La hegemonía de un grupo político también.
¿Cómo lograr el equilibrio? Quizás con un enfoque dual: una combinación de regulación externa eficaz y una cultura que fomente la autorregulación y la ética personal. Las leyes y normas sociales son esenciales para establecer los límites de lo aceptable, pero la verdadera justicia se alcanza cuando cada individuo toma responsabilidad por sus acciones y actúa no solo en su propio beneficio, sino también en beneficio de la comunidad en general. Aquí es donde México tiene mucho por avanzar en materia educativa. Aquí reside la idea de construir ciudadanos.
Reflexión y exhorto para el próximo gobierno que tendrá una gran fuerza para gobernar: el éxito de una sociedad no se mide solo por sus avances tecnológicos o económicos, sino por la manera en que equilibra el deseo individual con la responsabilidad colectiva.