Hay lealtades que sólo se entienden ante la adversidad. Durante siete décadas un equipo de futbol ha demostrado que levantar la copa no es requisito para provocar fidelidad y pasión. En un deporte donde la expresión climática está inspirada en el vocablo inglés goal, la meta contraria es el lugar común donde converge la voluntad de jugadores y aficionados. Nada es más importante durante los 90 minutos que llevar el balón a las redes del rival. Las matemáticas de la felicidad en el futbol son simples, hay que anotar más goles de los que se reciben, especialmente en el partido final.
Los niños contemporáneos suelen ser aficionados de un equipo mexicano, aunque con frecuencia compran un seguro contra la desgracia: también le van al Barcelona o al Real Madrid. ¿Tiene mérito ser fanático del equipo que acumula 34 copas de liga y ha levantado 13 veces “la orejona”? Es fácil entender que una afición crezca a la sombra de la victoria; para explicar lo contrario existe el Atlas, cuya sequía de campeonatos ha sido una fértil cosecha de aficionados. ¿Cómo explicar este fenómeno?
“Nuestro destino de viaje nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas”, escribió Henry Miller. Parafraseando al autor norteamericano, ser del Atlas no ha requerido levantar trofeos ni llenar vitrinas, es una singular manera de vivir la afición. Las temporadas rojinegras son recorridos donde no se llega a la meta, pero el viaje provoca la felicidad. Casualmente, la institución tiene su cuna más notable en un paraje ligado a los trayectos, un lugar conocido como El Paradero, terminal de transportes que conectaban a Guadalajara a principios del siglo pasado.
Hablar de futbol no sólo es hablar de futbol. Existe siempre una parábola, un simbolismo que describe claves de lo que nos hace humanos. Para entender mejor la aparente banalidad de un juego a base de patadas, hay que recurrir a la tribuna de las grandes plumas. En Los once de la tribu, Juan Villoro cita: “En su novela Diario de la guerra del cerdo, Bioy Casares sugiere que la mejor forma de adquirir un temple ante la adversidad es ser hincha de un club perdedor”. En esa forja donde se reciben golpes, las lágrimas rojinegras fertilizan el amor por dos colores, uno de la pasión, otro del estoicismo.
He atestiguado lo irracional, el silbatazo final de un partido donde pierde el Atlas. Los más eufóricos, empero, no son los ganadores. La porra derrotada (cuyo nombre alude al año del único campeonato de liga), “Barra 51”, estalla en cánticos celebratorios: “Ya no me importan los años, que no has salido campeón…”, “…ganes o pierdas hay fiesta…”. “Descontrolada está la banda más popular… la que siempre alienta, sin importar cuál sea el marcador”. La amalgama atlista es una especie de conjuro tribal que se crece ante la tragedia. Una explicación posible es antropológica: el infortunio no se vive como fracaso sino como esperanza. En esta renovada visión de futuro es entendible que el sufrimiento adquiera tintes de hermandad. Cada temporada fallida refrenda la pertenencia.
“El futbol es, generalmente, algo que podría pasar”, escribió Villoro. Hoy en la noche, cuando se juegue el partido de vuelta de la final del torneo mexicano, podría romperse la racha negativa más célebre de México. Podría romperse algo más, el viaje eterno que alimenta la pasión de los fieles seguidores rojinegros, no porque pierdan, sino porque pueden ganar. Entonces vendrá una verdadera prueba de fuego, ¿qué hacer con la victoria? No me refiero al lugar común de cómo celebrar, eso por supuesto lo encontrarán y será estupendo verlos jubilosos, me refiero a qué hacer con la psicología atlista si resultan campeones, ¿cómo vivir el futbol sin la adversidad de siempre? La realidad muestra que es posible ser del Atlas considerando lo que los ha hecho singulares: no ganar el campeonato. Triunfar les quitará ese añejo elemento distintivo; los héroes, como los mitos, corren el riesgo de derrumbarse. Ícaro nos recuerda que las alas se pegan con la esperanza y se derriten en las alturas, cerca del sol.
Nada peligra más como la identidad. El vacío de una vitrina puede dejar de serlo, será entonces un sitio perturbado por el brillo de la victoria. Veremos si, a pesar de ella, el Atlas sigue siendo el Atlas.