Había una vez una empresa internacional, fabricante de muebles para oficina, que en sus afanes por acentuar su liderazgo y reputación decidió innovar el concepto de una silla ejecutiva, en los noventa. Como la historia es más que pública, los enterados sabrán que Herman Miller encargó la encomienda a un prestigiado diseñador industrial. El prototipo logrado lucía tan diferente a lo convencional que la empresa decidió hacer varios grupos de enfoque para consultar a los consumidores si el modelo sería de su agrado.
Por decisión unánime todos los grupos de enfoque rechazaron aquella novedosa silla. ¿Quién querría sentarse en un mueble que no estaba aún forrado? ¿Quién aceptaría el mal gusto de permitir que se viera el mecanismo debajo del asiento? El diseñador había incorporado, como eje de su innovación, una malla plástica en el respaldo y en el asiento de la silla, que los consumidores tachaban de “rara”, “fea”, “incompleta”. Un buen ojo observador, suspicaz de la semiótica, se preguntó: “¿qué tal si los consumidores dicen ‘feo’ cuando en realidad quieren decir ‘diferente’?”. Sabiendo que habían encargado la fabricación de una silla disruptiva, entendieron que la gente rechazaba aquello que no conocía porque además la relacionaban con aquello que sí conocían: una silla ejecutiva forrada con piel o tela.
La empresa decidió no tomar literalmente la respuesta del consumidor y lanzó la silla al mercado. Al día de hoy ha roto todos los pronósticos de ventas de la compañía, es la silla ejecutiva más premiada en la historia de la industria por su diseño y funcionalidad, y tiene muchos imitadores que han emulado su textura “respirable”. Moraleja: aunque parezca, la gente no siempre sabe lo que quiere y no siempre puede recomendar lo que conviene.
De haber usado Henry Ford grupos de enfoque para el lanzamiento de su Modelo T, la gente (sustitúyase por pueblo sabio) le hubiera pedido “caballos más rápidos”. Es ya un lugar común decir que para los grandes innovadores la gente no sabe lo que quiere, por ello es delicado tomar sus palabras literalmente. El riesgo de los grupos de enfoque es que tienen vulnerabilidades difíciles de evitar, por ejemplo, el papel del moderador que puede, con una inflexión de voz, influir en las respuestas.
Había una vez un primer mandatario, el nuestro, que decidió consultar al pueblo para tomar decisiones estratégicas. Sobre si debía o no responder a los mensajes de Trump (recuérdese que en campaña dijo que cada tuit del norteamericano tendría respuesta) consultó a la concurrencia durante un acto público en Veracruz, haciendo uso de lo que se vale un moderador de grupos de enfoque cuando quiere influir en la gente: con la entonación indicó cuál era la respuesta que esperaba (“…que levanten la mano los que piensen que debemos de actuar con ¡prudeeeenciaaaaaaa!…). Al tener la respuesta que quería, aplaudió y dijo: “¡Eso es, mi pueblo!”. Luego, ufano, escribió en Twitter: “…consulté a mis asesores y verdaderos expertos en materia de política exterior…” y se refirió a la gente como su “Think Tank”. ¿Es tan grande el desprecio del mandatario por los expertos? No estoy en contra de la prudencia sino del método para decidir.
Había una vez una ciudad llamada Hamelin que para deshacerse de la infestación de roedores, echó mano del artilugio de un flautista encantador de animalitos (no, señor Presidente, los pobres de México no son como animalitos) que dijo a las autoridades: “Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen…” (cualquier similitud con ya saben quién, es culpa del lector). Acto seguido, arrastró con el embrujo de su flauta a todos los roedores que le siguieron hipnotizados hasta caer en el caudal mortal de un río cercano.
Los malos moderadores de grupos de enfoque son como el flautista de Hamelin, atraen con su magnetismo, inducen las respuestas y llevan a los seres bajo su encanto a decisiones equivocadas.
Reescribiendo el final del cuento, imagino al flautista gritar, gozoso, al filo del despeñadero: “¡Eso es, mis animalitos!”.