Éste es un artículo que creí ya había escrito. Con la naturalidad de quien pronuncia su nombre, ofrecí compartirlo. Al hurgar en mis archivos y en el registro histórico del periódico, no lo encontré. Caí en cuenta de que se trataba, en el mejor de los casos, de un texto que vivía en mi cabeza. Guardadas las distancias, evoqué aquellos renglones de Borges donde conversa con Bioy Casares. Éste menciona un artículo sobre Uqbar que está, dice, en cierto tomo de una enciclopedia. Cuando lo buscan, descubren que no está.
El tema ha destilado mucha tinta, no por ello sigue careciendo de interés. Jill Magid es una artista conceptual que se caracteriza por retar el statu quo y lograr intervenciones que requieren una dosis de tenacidad y astucia. Digamos que es una provocadora profesional y buena parte de su obra sacude y divide a la opinión pública. Por azares del destino conoce la obra del arquitecto mexicano Luis Barragán y queda enganchada con el hecho de que los archivos profesionales del genio mexicano están en Suiza, en una especie de secuestro que impide su consulta pública.
Sabiendo que los archivos (supuestamente) fueron dados en prenda matrimonial a Federica Zanco, Magid maniobra con objeto de repatriar los archivos de Barragán a México. Artista de lo descabellado, encuentra las fisuras legales, morales y técnicas para realizar su plan. Hace 7 años consigue el permiso de descendientes de la familia del arquitecto para exhumar sus restos, tomar una porción (algo más de medio kilo) y enviarla a una compañía que transformará las cenizas en diamante. Su intención es hacer un anillo y ofrecerlo a Federica, a cambio de los archivos; será, según argumentó, un intercambio de cuerpo (de la obra) por el “cuerpo” de Barragán. Unos lo tomaron como genialidad, para otros fue macabro y oportunista.
La oferta de Magid fue rechazada por Zanco, sin embargo, cada elemento de este drama narrativo ha servido para que la artista haga diferentes exhibiciones, como aquella que causó revuelo en el MUAC “Una carta siempre llega a su destino”. Para Magid la vida es potencialmente un performance. El tema tiene múltiples aristas de análisis y discusión. Recientemente se publicó el libro 525 gramos, Jill Magid: la transformación de Luis Barragán, de Laura Ayala Castellanos, una consulta obligada para quienes quieran una visión neutral de tan polémica historia. La autora no sólo describe lo que pasó, también nos sumerge en las personalidades de los dos grandes protagonistas, seres de distintas galaxias, como les llama, que cruzan sus destinos en un “complejo episodio”.
Me parece que buena parte de la intelectualidad mexicana escandalizada está más ofendida con el Barragán muerto que con el vivo (no se han indignado con la falta de rigor en el mantenimiento de su obra material). Por otro lado, debe definirse qué es Luis Barragán, ¿su obra, su legado, sus archivos, sus cenizas, su filosofía? Pues es muy fácil decir “hicieron diamante a Barragán”, cuando no es así, él ya no existe como humano, sus cenizas sí. Dimensionar de qué hablamos serviría para mesurar opiniones.
Sería mucho más fácil abordar el dilema sobre si la obra de Magid es arte o sacrilegio, genialidad u ofensa, si pudiéramos moderar nuestra necesidad de poseer, muchas veces convertida en obsesión (y frustración). Queremos poseer a Barragán, nos indigna que sus archivos no estén en México. Queremos poseer la idea de que sus cenizas queden intactas, nos indigna que alguien las exhume (como si tuviéramos derecho de opinar), porque “Barragán es nuestro”. Si dejáramos ir esta obsesión de poseer, Barragán aparecería ahí, con su inigualable obra, en sus muros gruesos y colores vivos, en sus luces y sombras, en sus espacios interiores y exteriores que se hacen uno e invitan a la reflexión.
Acaso la obra de Magid tiene la virtud de generar conversación entre nosotros, enfrentarnos en un debate, encuentro de ideas que honran la reflexión civilizada: lo mejor del ser humano, olas expansivas, ramas, a modo orgánico, que siguen creciendo y multiplicando el pensamiento, como el mismo libro de Laura Ayala, como las obras del arquitecto tapatío, donde basta transitar para sentir que más allá de sus cenizas y brillos superfluos, está vivo.