La humanidad ha atestiguado la extinción de notables especies. Hemos perdido al rinoceronte negro, al delfín de Baiji, la tortuga gigante de Pinta, el guacamayo de Spix, la cabra montesa de Los Pirineos, el guepardo asiático, además de incontables saurios y homínidos. A esta larga lista habrá que añadir una reciente y lamentable desaparición: el gerente de banco. Aclaro para los lectores jóvenes, en el pasado, no muy remoto, existieron los gerentes de banco, y tenían facultades. No me refiero a las mentales, hablo de ciertos poderes que hacían que las cosas pasaran en favor del cliente y de la propia institución.
Apostados en un lugar estratégico de la sucursal, el o la gerente dominaba como si estuviera en un puente de mando. Su firma autorizaba cobros de cheques, depósitos en firme, descontaba documentos, otorgaba créditos (dentro de ciertos límites), condonaba comisiones, resolvía asuntos cotidianos. La digitalización del mundo, el control y la excesiva regulación corporativa extinguieron a esta noble especie que se caracterizaba no sólo por acumular cuentas, también relaciones humanas. Había clientes que cambiaban de sucursal para seguir a determinado funcionario, su lealtad claramente no era con la institución sino con el beneficio que les daba un individuo que los conocía y les facilitaba la vida.
En su libro No-cosas. Quiebras del mundo de hoy, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han describe una enfermedad social contemporánea: la infodemia y la desaparición de las cosas: “Es más bien nuestro frenesí de comunicación e información lo que hace que las cosas desaparezcan. La información, es decir, las no-cosas, se coloca delante de las cosas… vivimos en un reino de información que se hace pasar por libertad”. Yo añadiría que no sólo las cosas desaparecen, también las personas, como nuestro extinto gerente. “La digitalización desmaterializa y desincorpora al mundo” (le quita cuerpo). En forma aguda apunta: “El orden terreno está siendo hoy sustituido por el orden digital. Esto desnaturaliza las cosas del mundo informatizándolas”. Ahora es prudente la pregunta ¿para qué queremos un gerente de banco si lo valioso se ha vuelto enviar nuestra información? De hecho, quienes ahora ostentan estos puestos, inclusive a niveles de dirección, son gestores de información. Lo que antes se autorizaba en una sucursal, ahora se autoriza en un corporativo lejano. En muchos casos, el receptor de nuestros datos es un algoritmo que nunca te dará la mano.
La digitalización hace que no visitemos una sucursal, se nos invita, en cambio, a visitar la aplicación, de la misma forma que Byung-Chul señala: “Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube”. Somos habitantes de aplicaciones digitales. Antes había que mantener una buena relación con el gerente del banco, ahora es más útil saber usar la banca electrónica y “tener datos” suficientes en el celular. ¿Para qué confiar en la palabra, como hacía el extinto banquero, si la aplicación puede leer nuestro rostro o nuestra huella digital? No es casual que, para ingresar a la plataforma del banco, el primer dato suele ser el número de cliente, no el nombre. No es casual que una de las variables para seleccionar un proveedor de servicios de telefonía móvil sea “el plan de datos”. Las palabras mágicas “datos ilimitados” llenan nuestra voracidad digital.
Este mundo digitalizado no sería posible sin el teléfono inteligente, amo y señor de nuestra atención, confidente, caja de herramientas para relacionarnos con el mundo en forma de un gran bufet de posibilidades. Las yemas de los dedos son el nuevo ejercicio de la voluntad. Todo se desliza y se presiona. El gran reto de los negocios y de las instituciones en general es digitalizarse sin perder empatía. Desde hace unos años la deshumanización se hizo evidente, la grabación telefónica con su menú de opciones es un viacrucis. El mejor futuro será rescatar el pasado: que te conteste un ser humano se volverá servicio de excelencia.
“En banco tal, mi voz es mi firma”, repetimos como mantra de la modernidad. No sé ustedes, yo prefería escuchar la voz de don funcionario y verle a los ojos de vez en cuando. Lo triste no es que el gerente de banco se haya extinguido, lo grave es que la mirada humana está en peligro de desaparecer.