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MONSTRUOS

En las peores pesadillas los monstruos salen de la pantalla y forman parte de la realidad. Sus rostros amorfos se esconden detrás de cualquier cortina, prestos a brincar sobre nosotros con sus extremidades escamosas, lengua bífida, afilados colmillos y ojos desorbitados. Como orquestado por el guión genial de Guillermo del Toro, detrás de la cortina del Salón Oval, Donald Trump salió para referirse despectivamente, muy en su naturaleza, a (sus monstruos) migrantes de Haití y países de África: “¿Por qué tenemos aquí a tanta gente de países de mierda?”.

En La forma del agua, multinominada y premiada cinta del director tapatío, uno de los personajes se refiere a un par de afanadoras como “limpia orines y limpiadoras de mierda”. La expresión del inquilino de la Casa Blanca es una extensión no sólo del guión sino del argumento de una película que nos obliga a mirar más allá del realismo mágico para hacernos preguntas fundamentales: ¿qué es ser monstruo?, ¿en dónde la fantasía, lo lejanamente probable, se mezcla con la realidad para cambiar de plano?

Entrevistado después de ganar el Golden Globe como mejor director, Guillermo del Toro fue cuestionado: “Tienes una gran habilidad para entender el lado oscuro de la naturaleza humana, la fantasía, el terror, pero también eres una persona encantadora, ¿cómo le haces para equilibrar eso?”. Del Toro, con la respuesta en los labios, arrancó aplausos y risas en lo que puede ser una cápsula psicoanalítica de nuestra cultura, un chispazo que nos pinta frente al mundo: “Soy mexicano…”.

Ser mexicano hoy en día implica cohabitar el mundo negro de los seres de la delincuencia, organizada y desorganizada (igualmente depredadoras), donde hay que cuidarse de un secuestro, un asalto, una extorsión en sus infinitas y mutables formas, donde hay que esperar que el piso no se abra y nos trague en un socavón de miedo, producto del monstruo de la corrupción, un universo de terror donde hay seres tan deleznables como los gobernadores y demás políticos que se enriquecen con el erario, bajo la complacencia del dueño de las sombras, el rey monstruo que manda en los infiernos. Y ser mexicano también es la fiesta, creer en la visita de los muertos entre un campo encendido de cempasúchil, golpear piñatas y llevar serenatas, presumir las pirámides, sello indeleble de nuestro orgulloso pasado, recibir visitas, ofrecer “la casa de usted”, invitar un mole, brindar con tequila o con mezcal, recorrer el Cañón del Sumidero o la Huasteca potosina, visitar los Pueblos Mágicos, descubrir Baja California, caminar en el Zócalo de la Ciudad de México, cantar Cielito lindo en un estadio, voltear para arriba y ver a los voladores de Papantla, leer a Rulfo, fotografiar un volcán, rezar en un templo, sobrevivir a un sismo, levantar el puño. ¿Había mejor respuesta que la de Del Toro?

La teratología (estudio de las criaturas anormales) ha marcado el origen antropocéntrico de lo que es monstruo, un ser con características negativas y ajenas al orden regular, a lo que no es como nosotros, a lo otro. Después de ver La forma del agua, escurre sobre uno la reflexión obligada: al monstruo lo define no su apariencia sino sus actos. Del Toro nos pone un espejo, el del monstruo, donde somos nosotros quienes aparecemos en el reflejo, donde se caen los estereotipos y los prejuicios identitarios, tan tristemente vigentes en el mundo. Si el monstruo es lo humanamente incorrecto, más de un mandatario cabe en la definición.

En “El monstruo y su ser”, ensayo de Héctor Santiesteban, cita: “Puede decirse junto con Cardini que, cuando hablamos sobre monstruos, jardines fabulosos, hadas, etcétera, se trata ‘más que de fantasías, de metáforas'”. Guillermo del Toro corresponde a este universo metafórico, en medio de una historia de amor ha sido capaz de presentarnos a esa otra criatura, el monstruo, sin caer en los convencionalismos de los cuentos de terror o de princesas.

Cruel, soez, hipócrita, egoísta, insensible, testarudo, cerrado, racista, ventajoso, violento, inmoral, despreciable, así es el monstruo que en La forma del agua se filtra por nuestras grietas más pequeñas hasta gotear una verdad que ahoga: las apariencias no importan, nosotros somos potencialmente la metáfora.