Hace miles de años, cuentan los mitos, el diluvio universal borró a la humanidad. Desde la epopeya de Gilgamesh hasta el arca de Noé, pasando por la suerte de Deucalión, estas historias, contadas en todas las culturas, han sobrevivido al paso de generaciones, cargadas de un mensaje de advertencia y esperanza. El diluvio no solo fue agua, fue enseñanza, una lección que sobrevive en los ecos de esas narrativas milenarias. Son palabras grabadas en piedra, convertidas en símbolos que cruzan los tiempos para decirnos: ya sucedió una vez; sucederá de nuevo si no aprendemos.
Hace unos días, Valencia fue testigo de su propio diluvio. Una Dana, fenómeno meteorológico que desata lluvias torrenciales, trastocó la vida, dejando decenas de muertos y una estela de destrucción. No es la primera vez que ocurre, y probablemente no será la última. Los eventos donde el poder del agua arrasa cuanto queda a su paso son un recordatorio de la vulnerabilidad de la vida y de lo efímero que es el mundo que construimos día a día. ¿Qué lección estamos sacando de estas nuevas versiones de un antiguo mito?
Conocí las ideas de Thomas Sebeok por la erudición de Irene Vallejo, en su artículo “El ombligo de los sueños” (El País). Sebeok, semiólogo preocupado por advertir a las generaciones futuras sobre los desechos nucleares, propuso un enfoque audaz: no usar solo señales ni barreras, sino historias. Las primeras sufren la erosión del tiempo, las segundas (como las maldiciones) se convierten en leyendas, son historias que atravesarán el tiempo como lo han hecho siempre, relatos que actúan como guardianes de la memoria colectiva. Sebeok sugirió la creación de un “sacerdocio nuclear”, un grupo de narradores que pasara la advertencia de generación en generación, asegurando que nunca se perdiera el mensaje: “Aquí yace algo peligroso, no te acerques, evita este lugar”.
Hoy, ante el mundo que estamos dejando, esta idea se convierte en una pregunta urgente: ¿qué historias estamos escribiendo para el futuro? David Farrier, en su libro Huellas (también referido por la autora de El Infinito en un junco), explora cómo nuestros actos quedan impresos en el planeta, cómo nuestras huellas persisten en el tiempo y comunican, para bien o para mal, lo que fuimos. Lo que hoy llamamos progreso puede convertirse en el eco de nuestra ceguera para quienes, en un futuro, cuenten nuestra historia.
A menudo pregunto a mis interlocutores “¿Cómo te gustaría ser recordado?”, un cuestionamiento que Farrier plantea entre líneas. ¿Seremos recordados como aquellos que agotaron los recursos y que construyeron sin conciencia del impacto? ¿O como quienes aprendieron a escuchar las advertencias de sus propios errores? Las civilizaciones han sido recordadas por lo que dejaron: ruinas, templos, esculturas. Nuestras huellas son menos estéticas y más tóxicas. No estamos dejando templos ni murallas, sino montañas de basura, rastros de químicos en los ríos y tierras empobrecidas. La marca que dejamos está lejos de ser un orgullo. Queremos ser recordados, pero no estamos tomando decisiones que merezcan ser recordadas.
El verdadero poder de un legado no está en su permanencia material, sino en su capacidad de inspirar, de guiar, de dar sentido. Las historias que contaremos a quienes vienen después no serán solo de éxitos y avances tecnológicos; serán de nuestra capacidad -o incapacidad- de aprender y respetar. Así como el diluvio advertía sobre la arrogancia humana, nuestra generación debe asumir que la historia que estamos escribiendo será el mito fundacional de quienes nos sigan. Y esa historia debería ser algo que merezca ser contado.
No hay legado si no hay quien lo entienda, y lo que parece estar quedando no son advertencias ni sabiduría acumulada, sino desechos y cicatrices en el paisaje. ¿Habremos desarrollado inmunidad a los mitos? Tal vez, lo mejor que podamos dejar es que aprendimos a fluir en el tiempo sin romper todo a nuestro paso, que nuestra huella protagónica no fue un desequilibrio meteorológico; que aprendimos a moderar nuestra ambición y a contar una historia de cuidado y respeto, que entendimos que no hay huella más profunda que la de quienes supieron caminar con conciencia en el único planeta que habitamos.