El temor de que la frágil democracia mexicana está en peligro tiene sus bases, para millones de opositores a la reforma político-electoral del actual régimen, en la memoria electoral mexicana. Entre buena parte de los ciudadanos que hoy tienen más de 35 años ronda el fantasma de la hegemonía de partido único, que marcó el México del siglo XX. El PRI era una aplanadora electoral que, como partido de Estado, tenía en los órganos de gobierno y en el aparato electoral todas las condiciones para mantener su dominio. Las elecciones eran un simulacro y la palabra alternancia, un sueño. Alguien dijo, en aquel juego de apariencias: “Un voto en contra del PRI es un voto a favor del PRI”. El incipiente contrapeso opositor legitimaba así una supuesta contienda democrática.
Unos datos para los jóvenes de hoy: desde 1930 al año 1999, el PRI (bajo sus diferentes denominaciones iniciales) ganó todas las elecciones a presidente de la República y prácticamente todas las gubernaturas de los estados. En 1976, cuando el único candidato a la Presidencia era el priista José López Portillo, Jorge Ibargüengoitia escribía con ironía: “El domingo son las elecciones, ¡qué emocionante!, ¿quién ganará?”. La organización y el control de los comicios estaba en manos del gobierno que, siendo juez y parte, se prestaba para la simulación democrática. El activismo ciudadano y la apertura en varios políticos rompieron el autoritarismo y dieron pie a la creación de un instituto electoral (el IFE), precursor del actual INE. Si sumamos que el “alma mater”, la escuela política del presidente de México es el PRI, es entendible que en millones de personas ronde el fantasma del retroceso político-democrático. Si sumamos que la intolerancia y la ambición del poder por el poder son rasgos dominantes de quien hoy ostenta la Presidencia, se entiende que haya razones para estar preocupados.
Sin menoscabo de que el INE necesita mejoras y por lo tanto eso de que “El INE no se toca” no debería ser un dogma, pues habría que modificarlo cuantas veces sea necesario, y sin menoscabo de que el sistema político electoral mexicano es muy mejorable, y que el panorama electoral es triste, pues, por un lado tenemos a los malos para gobernar y por otro asoman como posibles opositores quienes cuando estaban en el poder no pudieron hacer lo que ahora dicen que sí podrían hacer, apoyo la marcha en contra de la reforma político electoral del régimen por considerarla regresiva e inoportuna.
El libro Cómo mueren las democracias, de Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, hace un recuento de “autopsias” de regímenes democráticos que sucumbieron a los autócratas, a través de eventos asombrosamente similares. Un político llega al poder por la vía democrática, comienza a erosionar las instituciones autónomas, no las desaparece, pero las mina al convertirlas (vía la colocación de personajes afines) en armas políticas; poco a poco emerge el rostro del autócrata, tiene injerencia en toda la vida pública “reescribiendo las reglas de la política para inclinar el terreno de juego en contra del adversario”. Especulo: cuando el autócrata sabe que su periodo de mandato no le alcanzará para reformar todo lo que quiere, y cuando su movimiento ya no tiene la misma fuerza que cuando llegó al poder, necesita dejar las bases para que su partido tenga ventaja en las próximas elecciones.
¿Tenemos un líder autoritario en México? “Deberíamos preocuparnos en serio cuando un político: 1) rechaza, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego, 2) niega la legitimidad de sus oponentes, 3) tolera o alienta la violencia o 4) indica su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluyendo los medios de comunicación.” (Op. cit.) Podríamos añadir: 5) muestra un desprecio por la ley, como el gobernador de Alabama y candidato presidencial (1968 y 1972) George Wallace, quien declaró: “Hay algo más poderoso que la Constitución: (…) la voluntad del pueblo”, una forma de decir “no me vengan a decir que la ley es la ley…”.
El ser humano aprende de lo que les ha pasado a otros. En ello funda su optimismo y su preocupación. Las democracias que se fortalecen requieren la voluntad de los partidos políticos y de una sociedad civil activa.