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Invisibles con rostro

El arte ha sido, desde tiempos inmemoriales, una herramienta para contar historias. En las cavernas prehistóricas, el ser humano plasmaba escenas de caza y rituales que no solo buscaban inmortalizar momentos, sino también acercar a las comunidades. En la actualidad, aunque el arte ha tomado nuevas formas, su poder sigue siendo el mismo: conectarnos, reflejar nuestra humanidad y, en muchos casos, sanarnos. Uno de los exponentes más fascinantes de este concepto es JR, un artista francés que, a través de su arte callejero, ha encontrado una manera de sanar a sociedades fragmentadas, invisibles y rotas.

En el documental “Papel y pegamento”, dirigido por el propio artista, vemos la obra de JR, un activista que ha hecho de las calles su galería y de las personas comunes, sus musas. Las caras gigantescas de los marginados que JR coloca en edificios, muros y puentes de las grandes ciudades son más que simples retratos: son manifestaciones del poder curativo de la creación artística. Su obra nos recuerda que, como dijo Paul Klee, “el arte no reproduce lo visible, lo hace visible”.

El impacto de esta obra no reside solo en la estética de sus monumentales fotografías, sino en su capacidad de conectar a personas y comunidades que han sido desplazadas o ignoradas. Desde barrios marginales y zonas de conflicto alrededor del mundo, JR utiliza su propuesta para devolver la humanidad a aquellos que han sido olvidados. Un retrato de una anciana en una favela brasileña, un niño refugiado sirio en las calles de Beirut o una madre de familia en un suburbio parisino tienen algo en común: el poder de transformar un espacio en un testimonio vivo de lucha y resiliencia.

El documental es el testimonio de un desafío. Como los grafitis de las paredes romanas, el arte de JR refleja la búsqueda de identidad y reconocimiento en una sociedad que muchas veces niega estos derechos a las clases más desfavorecidas. Es una protesta silenciosa contra la fragilidad de la memoria. Evoca a “Los olvidados”, de Buñuel. Ambas obras tienen el paralelismo de devolver algo de dignidad a los marginados. El trabajo del artista francés cumple una función crítica: cada imagen cuenta una historia, y esas historias forman parte del tejido social que a menudo ignoramos. Al convertir el rostro de un niño migrante en una imagen monumental sobre la frontera, confronta al espectador con su propia indiferencia y lo invita a reflexionar sobre su papel en una sociedad que parece insensible al sufrimiento de los otros.

Recordé la instalación temporal de subibajas rosas sobre el muro metálico en la frontera de México con Estados Unidos, que permitía realizar un simple juego infantil siempre y cuando hubiera alguien montado en cada lado de la frontera. Genial uso del arte como herramienta simbólica para desafiar fronteras, visibilizar realidades sociales complejas y generar interacciones humanas que trascienden divisiones políticas y geográficas (como diría Yuval Noah Harari, esa absurda narrativa humana que divide el mundo de manera arbitraria).

Aunque el arte tiene un poder transformador, no es suficiente por sí solo para curar las heridas profundas de una sociedad. Al ver las gigantescas imágenes de refugiados y migrantes en las fronteras o en las zonas de guerra, no podemos evitar preguntarnos: ¿qué sigue después del arte? ¿Es suficiente colgar una imagen en un muro para transformar una realidad profundamente desigual?

¿Cómo podemos traducir esa inspiración en acción?

Somos nosotros, los ciudadanos comunes, quienes debemos ver nuestro reflejo y decidir qué haremos con lo que vemos. Aunque el arte puede generar conciencia, son las políticas públicas, las acciones ciudadanas y la voluntad colectiva las que pueden cambiar las condiciones que perpetúan la desigualdad. Necesitamos más que arte. Necesitamos una visión compartida de justicia social que vaya más allá de los muros y las galerías. La creación artística nos ofrece un lenguaje para empezar, depende de nosotros que ese lenguaje se traduzca en cambios concretos.

El arte puede abrir puertas; nosotros debemos cruzarlas para encontrar que lo que nos divide, también nos une. Es un diálogo que silenciosamente nos dice: si quieres que las cosas cambien, párate frente a los rostros que has decidido no ver.