En medio de la quietud de una sala de conciertos, la nota final de la “Música fúnebre masónica” de Mozart flotaba en el aire cuando, súbitamente, el solemne silencio fue roto por un insólito “¡Guau!”. No provenía de los labios de un crítico ni de un apasionado melómano, sino de Ronan Mattin, un niño de nueve años con autismo, cuya espontaneidad sacudió y conmovió a los asistentes en el Symphony Hall de Boston. El hecho encapsuló algo más grande: el poder del arte para conectar, incluso, con quienes tienen una sensibilidad diferente.
En esa sencilla expresión, Ronan consiguió lo que las palabras escritas rara vez logran: transmitir el impacto emocional en su estado más crudo. Sin filtros, sin reservas, solo un reflejo sincero ante la maravilla del sonido y el ritmo que atravesaron las barreras de su mente. Los aplausos estallaron tras su exclamación, no tanto para la orquesta, sino para ese niño que, en su mundo de aislamiento sensorial, había encontrado un momento de comunión con algo más allá de sí mismo.
Historias como ésta no son únicas, aunque tampoco son frecuentes. La música tiene la capacidad de sortear las barreras más impenetrables del cerebro humano y tocar algo primordial, profundo, que aún no entendemos del todo. El arte visual también tiene un impacto poderoso. Un caso célebre es el de Stephen Wiltshire, artista británico con autismo que posee la habilidad de dibujar paisajes urbanos con un nivel de detalle increíble después de verlos solo una vez. Su mente, estructurada de manera diferente, capta el mundo en patrones visuales que la mayoría de nosotros pasamos por alto. A través de su arte, Wiltshire nos invita a ver el mundo como él lo ve: lleno de detalles intrincados, orden y belleza.
La creación artística no conoce el lenguaje convencional, no necesita instrucciones; atraviesa lo racional y toca sensibilidades profundas, una especie de clave universal que desbloquea algo esencial en todos nosotros. ¿Cómo es posible que personas a menudo incapaces de interactuar con el mundo como lo hace la mayoría se vean tan poderosamente impactadas?
Tuve el gusto de conocer al arquitecto y afamado escultor español Arturo Berned, cuya obra (esculturas de acero) conjuga meticulosas proporciones geométricas con leyes matemáticas, piezas de presencia visual cautivadora y vastas posibilidades simbólicas. Me contó que expuso en un museo de Valencia, donde se ofreció a dar una visita guiada a comunidades marginadas. Uno de esos grupos venía de una clínica para personas con autismo. Atinadamente pidió permiso para que los visitantes pudieran tocar las piezas. Luego de noventa minutos en los que fue relatando su visión como artista plástico, uno de los visitantes, un hombre de unos 40 años, se acercó sigilosamente a él y le dijo: “Gracias, don Arturo”, gesto que el escultor tomó con toda normalidad. Lo sorprendente fue que el médico que acompañaba al señor con autismo se acercó a Arturo para decirle, con lágrimas en los ojos, que tenía dos años de tratar al paciente y no le había escuchado una sola palabra hasta ese momento. ¡Guau!
La neurociencia ha intentado descifrar el misterio. La música estimula simultáneamente áreas del cerebro: las emociones, la memoria, el ritmo, la interpretación auditiva. Es una experiencia multisensorial que, incluso en cerebros neurodivergentes, crea un puente entre las neuronas, habilitando conexiones que a veces parecen estar bloqueadas. El arte, en sus distintas expresiones, es una fuerza que no discrimina, independientemente de cómo los cerebros estén configurados. Nos recuerda que, en el fondo, somos criaturas emocionales, y que la capacidad de sentir y experimentar belleza es algo universal. Incluso cuando nuestras mentes parecen cerrarse a otros estímulos, la belleza tiene el poder de deslizar cerrojos, sin violencia.
En un mundo donde constantemente intentamos simplificar y racionalizar todo, tal vez deberíamos aprender de quienes, como Ronan, no tienen nuestras limitaciones. Dejar que el arte y la belleza se filtren entre nuestras barreras y nos impacten sin la necesidad de entender el porqué. Quizás deberíamos ser más como él y dejar que una expresión natural salga de nosotros cuando algo nos habita y conmueve; entender que refrendar lo humano es abrazar el asombro.