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Gobierno del espectáculo

En el lejano 1967 el filósofo y cineasta francés Guy Debord publicó una obra de gran influencia y asombrosamente premonitoria. “La sociedad del espectáculo” analiza cómo la realidad es sustituida por representaciones mediáticas. Debord sostiene que el espectáculo no es solo una colección de imágenes, sino un sistema en el que las relaciones humanas están mediadas por la apariencia. Y que esto convierte a la gente en espectador pasivo. Su crítica anticipó el dominio de los medios de comunicación, la manipulación a través de la imagen y la obsesión por la viralidad en la era de las redes sociales.

Como los políticos son una consecuencia del grupo social que los emana, es pertinente hablar del “gobierno del espectáculo”: el ejercicio del poder por parte de ciudadanos surgidos de una sociedad dominada por la escenografía y buena dosis de teatralidad. En esta lógica, el consumo visual y simbólico reemplaza la acción política y social, y genera una cultura donde lo que importa no es la verdad, sino la percepción. Debord plantea que el espectáculo no solo es entretenimiento, sino un mecanismo de dominación. El reciente encuentro entre los mandatarios de Estados Unidos y Ucrania es una puesta en escena donde el segundo fue maltratado y exhibido como parte de una coreografía planeada.

En buena medida y con honrosas excepciones, la política dejó de ser el arte de gobernar y se convirtió en una producción al estilo de las plataformas de streaming, con guionistas, celebridades y escenografía, pero con poca sustancia y sin estadistas.

Los gobernantes ahora se evalúan no por sus logros y sus ideales, sino por su desempeño en redes. Y para ello un toque dramático es fundamental: ver al alcalde o alcaldesa (ataviados con chaleco y casco de obra) cargando un costal de cemento, para luego, pala en mano, hacer la mezcla con la que taparán un bache, es una imagen potente. Si el bacheo se hizo parcialmente, es secundario, lo importante es que “el respetable” lo vea y lo apruebe. Estamos ante la evolución de otra especie: el ciudadano-espectador, un ser digital atrapado en la ilusión de participación, reducido a un like o un retweet. Para él, Debord dejó una frase lapidaria: “Cuanto más contempla el espectador, menos vive”.

En la política del escenario, la gestión se reemplaza por la narrativa concebida a modo de un libreto (pensado, claro, en los niveles de audiencia). El estadista construye, el político del espectáculo representa. Mientras el primero busca transformar, el segundo busca encantar. Antes, el liderazgo se forjaba con decisiones; hoy, con acciones calculadas para la viralidad. No basta con expedir un decreto o una orden ejecutiva, la cámara debe ser el testigo de honor. No importa que se estampe una firma, importa que veamos que se estampa una firma. La jornada del gobernante transcurre como un reality show, del otro lado de la pantalla estamos nosotros comiendo palomitas.

El político busca la rentabilidad, y la escenificación es una inversión segura. El PRI de la segunda mitad del siglo XX convirtió la política en un espectáculo cuidadosamente coreografiado, donde el poder no solo se ejercía, sino que se escenificaba. Los rituales del “tapado”, las ceremonias del informe presidencial -donde el mandatario era ovacionado como un monarca moderno- y la maquinaria electoral que garantizaba victorias aplastantes, formaban parte de una dramaturgia política que buscaba proyectar estabilidad y consenso, aunque en el fondo escondiera autoritarismo y clientelismo. Los desfiles, los discursos grandilocuentes y la omnipresencia del líder en los medios consolidaban la imagen de un gobierno infalible, mientras que la disidencia era silenciada tras bambalinas. El PRI perfeccionó el arte de la política como espectáculo, donde la percepción de control y progreso era más importante que la realidad misma.

No está mal la comunicación directa y cercana con el ciudadano, siempre que haya resultados de por medio y no un simple esfuerzo por escenificar. Necesitamos liderazgos que gobiernen con hechos, no con efectos especiales. De otra forma, el espectáculo es un gobierno de humo y fuegos artificiales; deslumbra y entretiene, pero no construye. Y cuando el show termina (y siempre termina), no quedan estadistas, solo actores buscando su próximo papel.