El presidente López Obrador interpretó un estudio del INEGI sobre “Bienestar autorreportado” diciendo que la gente en México es “feliz, feliz, feliz”; especulo que, si no tuviéramos uno de los países más inseguros y violentos del mundo, donde la impunidad es abrumadora y el Estado de Derecho es una expresión de quince letras, los mexicanos viviríamos en el éxtasis total. A fin de cuentas, ¿en qué consiste la felicidad?
En La guía de un monje para la felicidad, Thubten identifica tres componentes esenciales: un sentido de plenitud en el que no sentimos la falta de algo, ya que no nos falta nada, ni material ni inmaterial. Un sentimiento fuerte de vivir el presente donde no dejamos que el pasado con sus recuerdos dolorosos, ni el futuro con su tremenda ansiedad, nos afecten. Como resultado de los dos anteriores, surge el tercero: un sentimiento de libertad, nada nos ata a las condiciones de infelicidad. El planteamiento es simple, también revelador, si uno de los fuertes promotores de infelicidad es el sentimiento de que nos falta algo, considero que la sociedad vive en un contexto que entrena a la gente a ser infeliz.
La sociedad contemporánea experimenta más deseos que sus generaciones anteriores, deseos cumplidos pero sobre todo incumplidos. A diferencia de hace unos años, el número de objetos que uno tiene como oferta en casi cualquier categoría es abrumadoramente mayor a lo que había en el pasado. En mi niñez había dos opciones para comprar leche, hoy recorrer el pasillo de la categoría en un autoservicio implica paciencia para entender decenas de alternativas, algunas familias compran varios tipos de leche. Los espacios para almacenar víveres en las cocinas de antaño hoy son insuficientes para familias de incluso menos integrantes. Con la ropa pasa algo similar, la gente tiende a poseer más ropa que sus antepasados, hemos pasado de armarios a clósets, a clóset con vestidor integrado. La moda cambia aunque las prendas aún sirvan, su mensaje es “te falta lo nuevo”.
Los impulsos comerciales a los que está expuesta la sociedad líquida en nada se parecen a las precarias alternativas del pasado. Vivimos bombardeados con mensajes en los que se nos recuerda que estamos incompletos. Uno de los retos más complejos está siendo nuestro aprendizaje ante el tsunami de información que representan las redes sociales, pues de alguna forma la tecnología predispone el no vivir el presente al aislarnos del contexto de convivencia con quienes tenemos físicamente a la mano. Por si fuera poco, en esa experiencia evasiva acompañamos a personas de todo tipo, en particular a las llamadas “influencers”, profesión parida por la tecnología en donde una mujer o un hombre se encargan de mostrarnos los nuevos objetos del deseo haciéndolos ver como de primera necesidad, todos los días.
Las redes sociales son la continuidad de la tradición confesional de la modernidad, acaso iniciada por Freud. El o la “influencer” cobra en función del número de seguidores que tiene y de las aprobaciones que es capaz de generar para las marcas que le pagan por dar su opinión favorable y generar el deseo en los demás. Aquí radica la esencia de la revolución de las expectativas de Konzevik, los deseos se multiplican exponencialmente, el ingreso no. Nuestros niños y jóvenes están creciendo con enormes cargas potenciales de infelicidad donde para que algo sea valioso no sólo tiene que gustarnos, sino que tiene que gustarle a nuestra comunidad digital. Los “likes” son el impulso moderno de la autoestima y la felicidad promete estar fuera de nosotros, con la siguiente compra.
Thubten, monje budista, ofrece un consejo para contrarrestar la situación, dice que la infelicidad no es provocada por las cosas que negamos o alejamos de nuestros deseos, sino precisamente por hacer el intento de alejarlas, por lo tanto la solución es dejar de desear, aceptar las cosas como son. Y para ello propone un camino a través de la meditación, cuyo objetivo no es sentir felicidad durante el proceso sino desarrollar el hábito de sentir felicidad cuando no se está meditando.
Dudo que la sociedad mexicana esté en un estado de plenitud para ser tan feliz como dice el Presidente. Ahora que, si me equivoco, deberíamos darles clases a los monjes budistas.