Generalizaré, conste. Se trata de enormes complejos a los que accedes por una fastuosa entrada para recorrer en vehículo motorizado dos kilómetros; el derroche en jardinería lanza la primera señal de abundancia. Te bajan en una especie de centro procesador de turistas donde las maletas no están en peligro de extinción. En el mejor de los casos la arquitectura es honesta, pero en ocasiones tienes que atravesar un simulacro de templo prehispánico donde una falsa y enorme deidad atestigua tu entrada al paraíso.
Luego del registro sales del lobby como mamífero en observación, un brazalete plástico marca tu condición de cautiverio pero te reconforta la promesa: todo incluido. Por unos días vivirás la sensación de una sociedad utópica donde el dinero es inservible. Si pensabas dirigirte a tu habitación caminando, tu optimismo te rebasa. Un colaborador del hotel sentencia: “un carrito lo llevará a su cuarto” y sonríe mecánicamente. Despojados de la escala humana donde caminar es natural, este tipo de complejos funcionan con estaciones de transportación que pasan por la torre A, la B, la C, hasta la J y más allá, un abecedario suburbano digno de un multifamiliar de lujo.
Tener hambre en el paraíso no es problema, hay 10 o más restaurantes. El habitante temporal está en engorda pero no lo sabe, nada más tiene que estirar la mano para saciar su instinto; antes ha de escoger en dónde. Llegas a un restaurante con horario para gringos y nombre entre poético y falto de imaginación como “Azul del Mar” en el que una anfitriona te asigna una de las 125 mesas. Hay buffet, el grupo pronto se dispersa entre charolas de guisos variados y comensales que regresan a sus mesas haciendo alarde de equilibrio y apetito, sus platos rebosantes retan al sistema digestivo. El vino de la casa es malo pero sobran camarones.
A lo lejos divisas una de las 7 albercas donde un chico con micrófono trata de hacer emocionante un partido de voleibol acuático que va 9 a 1. Es la misma alberca de una hermosa foto publicitaria en la página web, nada más que ahora atiborrada de gente y camastros apartados con chanclas y camisetas. Al fondo está la ansiada playa a la que por fin llegas para darte cuenta que olvidaste el bloqueador solar. Regresas a tu habitación por él y 25 minutos después estás de vuelta. No todo es perfecto en el edén, el carrito no llegaba y te metiste a una torre equivocada. Un salón con refrigeración es la construcción más cercana a la playa, no es un restaurante. Se trata de una sala de ventas donde algunos huéspedes van por su “nado gratis con delfines” y luego de un magro desayuno son presionados para comprar paquetes vacacionales bajo técnicas que envidiarían los kamikazes. Si por casualidad eres de los compradores que les gusta pensar su decisión, provocarás la frustración de los vendedores ninja.
La versatilidad de los todo-incluido guarda sorpresas nocturnas. Una parte del sitio se vuelve ágora del espectáculo en el que, supongo, muchas familias se divierten entre concursos, espontáneos y la reiterada recordación para los turistas extranjeros de que el tequila existe nada más para perder la conciencia. Imagino que el huésped tiene una sensación de permisividad y placer al perder voluntariamente el control respecto a la rigidez de su vida cotidiana. También evoca a la infancia cuando los mayores se hacían cargo de todo lo que necesitabas. A muchos más les da certeza en su presupuesto. Aunque estos hoteles no son para mí, admito que hacen un gran trabajo en favor de la felicidad de muchísimas personas y generan miles de fuentes de trabajo.
En el momento de la salida hay tanta gente que supones que todos van en el mismo vuelo que tú. Estiras la mano sobre el mostrador y unas tijeras cortan tu brazalete; ya no tienes derecho al paraíso pero algo de ti se siente liberado. ¿Realmente la abundancia provoca felicidad?
Dos largos kilómetros te separan de la escasez ordinaria del mundo.