La tecnología nos ha permitido superar escollos culturales como la tramitología y la burocracia, pilares del vía crucis que (casi) todo mexicano del siglo pasado sabía enfrentar con estoicismo. Los jóvenes de hoy, acostumbrados a solucionar la falta de hielo en una fiesta con deslizar el dedo por una pantalla de su teléfono, poco saben de expresiones como “pase a verificaciones a que le sellen la constancia, y regresa”; para que, una vez con la ansiada marca, el señor de la ventanilla remate: “faltó que le firmaran el oficio, pero eso es en Pensiones”. Horas perdidas, filas interminables y frustraciones tenían remedio: como todo sistema crea su antídoto, los facilitadores o “coyotes” prometían trámites sin dolor.
La digitalización de la vida ha modificado la forma en la que hacemos pagos o solicitamos una copia oficial del acta de nacimiento. Ir a una sucursal bancaria empieza a convertirse en algo excepcional. Lo que antes era una relación con un ejecutivo, ahora es una rutina con botones en un cajero automático o en una aplicación del celular. La pandemia eliminó, en buena medida, las oficinas donde parecía que a todos se nos había ocurrido renovar la licencia de manejar el mismo día. Llegaron las citas digitales para demostrarnos que incluso el orden y el espacio vacío pueden ser mexicanos.
Como cualquier medicamento, los nuevos remedios no están exentos de potenciales daños colaterales. Los trámites contemporáneos ya no implican discutir con la señorita de la ventanilla, ahora nos peleamos con el sistema. Pantallas que no se despliegan, por saturación y falta de capacidad, son el equivalente a aquellas oficinas donde había ocho ventanillas, pero sólo en dos atendían. Procesos pésimamente señalados hacen que tardemos en descubrir que nos faltaba marcar ese recuadro minúsculo donde aceptamos términos y condiciones. Aunque ya no tenemos que ir de piso en piso, ahora marcamos las imágenes donde aparecen semáforos para demostrar que no somos robots.
Mención aparte merece un trámite de todo mexicano que paga impuestos: “sacar” facturas, que equivale a solicitar la expedición digital que oficializa un gasto (con la remota esperanza de que sea deducible). Como los diferentes comercios no tienen la obligación de homologar sistemas y procesos, uno termina con varios comprobantes de compra o “tickets” en los cuales están las instrucciones para solicitar la factura vía internet. Y cada uno es una aventura distinta. Uno de los primeros retos consiste en convertirse en lector de jeroglíficos. Como el comprobante es prácticamente ilegible por falta de tinta (y uno no se percató en el momento de recibirlo), usamos lupas o fotografiamos el papel con la esperanza de descifrar si aquello es un 8 o la letra B.
Raras son las empresas donde su proceso para generar facturas es claro, fluido e intuitivo para el cliente. Lo que hoy se llama “experiencia del usuario” es un proceso que debería aplicarse con este tipo de trámites, para sensibilizar a los programadores y que se den cuenta de que aquello que es obvio para ellos, no lo es para un mortal común y corriente.
Aun suponiendo que nuestro comprobante de compra es legible, sobreviene uno de los momentos culminantes: encontrar (primero) y escribir (después) el “número de referencia” o “de operación” o “de código” o de cualquier otro nombre que arbitrariamente se le dé, y que en el mejor de los casos consta de menos de 10 dígitos, pero casi siempre es de más de 20 y además combina caracteres alfanuméricos, que luego deben ser completados con otro recuadro verificador donde hay que transcribir el “número de ticket” o “fecha de operación” o incluso “la hora”, y todo aquello, a modo de pistas escondidas, en un pedacito de papel que uno analiza como si fuera un ejemplar incunable; para que luego de presionar el botón “generar factura”, nos aparezca una leyenda (si es que el ingeniero en sistemas tuvo la delicadeza): “número de referencia no existe” o simplemente no pase nada, mientras uno ahí, frente a la soledad del ciberespacio, sin ningún “poli” a quien preguntarle por una pista, intenta ingresar de nuevo aquel larguísimo código, con la esperanza de no equivocarse.
Vivimos la ilusión de los trámites que avanzan ágilmente, el señor de la ventanilla vive secretamente en un teclado.