Existe un valle mexicano cuyo paisaje reta los sentidos, una zona rocoso-montañosa que cuenta su historia con colores. En algunas partes la arcilla es roja y en otras amarilla, sus montes y llanuras son un catálogo de verdes donde dialogan encinos, pastizales, cactáceas y matorrales, sobresaliendo los olivos y la vid, emblemas de la vocación natural en la zona vinícola más importante de México, miles de hectáreas de variado terroir donde el cielo suele ser de un azul obstinado, las nubes muy protagónicas y la brisa salada por su vecindad marina.
Valle de Guadalupe, en Baja California, es un patrimonio nacional que atrae a los amantes del vino y la buena cocina. No es la primera vez que estoy aquí, una zona de retos, encantos y sorpresas que, como las buenas botellas, mejora su estructura con el tiempo. No puedo irme sin reflexionar en las historias que cuenta esta encantadora zona, lecciones de un valle para ser tomadas en cuenta en otros aspectos de la vida.
El territorio, como una gran marca, ha armado una narrativa central, alrededor de su vocación: es una zona rural agrícola que produce vino. En la medida que sea fiel a este eje, seguirá conservando su magia. Me refiero a que el valle vive en constante tensión ante el embate de quienes quieren sacar provecho con negocios inmobiliarios, turismo en demasía, o extrayendo sus recursos naturales, como la arena y el agua, en detrimento del paisaje que, al verse fragmentado, rompe el equilibrio natural y económico de la zona.
Casualmente me encontré con Hugo D’Acosta, agrónomo, enólogo, viticultor mexicano, quien ha sido un férreo defensor de este patrimonio amenazado y un destacado impulsor del vino mexicano. Comentó que, si no cuidamos el valle, en el futuro habrá más viñedos en fotografía que en el campo. A él le escuché decir algo que yo he pensado: en todo hábitat debe cuidarse la escala (la proporción de sus componentes); dice Hugo que cuando en el valle se empieza a hablar de metros cuadrados en lugar de hectáreas, se empieza a perder la escala. Parte de su trabajo ha sido darle una escala humana a la actividad vinícola, demostrando que una familia (no sólo un corporativo) puede vivir de la agronomía y la producción de vino. Perder la escala sería perder el encanto.
Otra lección: mantenlo simple. La belleza de muchos hoteles, restaurantes y vinícolas de la zona es que conservan una simplicidad natural más allá de lo que es el lujo urbano. Es como si habláramos del lujo del no lujo, donde la finalidad es la experiencia que uno vive. Uno de los más renombrados chefs de la zona, Drew Deckman, ganador de una estrella Michelin, ha dicho que más que sentirse un chef es un “facilitador de ingredientes”. Este aire de modestia (y grandeza) se respira en la zona.
Sin que te lo indique, el valle susurra “bájale al ritmo”. Gran lección en una zona donde los eventos, los traslados, los tiempos de siembra y cosecha, de maduración y añejamiento, son mucho más lentos que la vorágine urbana. En algunos sitios se promueve la comida lenta. El mismo paisaje invita a detenerte para no sólo percibirlo con la mirada, también con los otros sentidos. Es como si un sensei te dijera: no limites tu percepción, capta más.
El mundo del marketing siempre ha glorificado la ubicación como condición de éxito. La zona del valle refuta esta creencia. Tiene varios restaurantes exitosos en los lugares más inverosímiles, parte de su encanto es encontrarlos y convertirse en sitios de destino, por la experiencia que generan.
Valle de Guadalupe y las zonas que lo componen tienen varios retos para sobrevivir, todos relacionados con la presión por sus recursos naturales. Fomentar un turismo que contribuya al desarrollo equilibrado de los espacios rurales es uno de ellos. “Ver el valle como es”, dice Hugo D’Acosta. Tiene razón, y más cuando apunta a que el diseño de las actividades agrícolas debe hacerse en función del agua, no de la extensión de tierra. Revitalizar los poblados para que se vuelvan centros de convivencia es otro reto más.
Entendí que la zona no es para “ir a tomar vino”, se trata de aprender que el equilibrio es fundamental al apreciar esos momentos espontáneos y que el respeto a la estructura es una lección vinícola que funciona más allá de los viñedos y los olivares.