Los alemanes llaman Zeitgeist al espíritu o mentalidad colectiva que domina cierta época. Miremos por el retrovisor (las etiquetas son discutibles): el siglo XVIII, de la Ilustración, promovió la ciencia y el pensamiento crítico; el siglo XIX, de las revoluciones, las transformaciones políticas, sociales y tecnológicas; el siglo XX, el de la acción, según lo definió Hannah Arendt, quizá para sintetizar la entrada a la modernidad, la experimentación y la globalización sin precedentes. ¿Cuál será el Zeitgeist del siglo XXI? Me temo que será la velocidad.
Documento mi pesimismo. Mis antepasados del siglo XIX (quizá desde antes) vivieron en una céntrica calle de Querétaro; vía que alguna vez tuvo un nombre que hoy se antoja imposible: “El Descanso” (atinadamente los queretanos conservan placas con la nomenclatura original). Sin menoscabo de las ventajas modernas, nuestros antepasados tuvieron una vida más tranquila, alejada de la tiranía contemporánea de la velocidad.
Aunque no conocí a mi bisabuelo, especulo que no vivió de prisa. Nunca manejó un automóvil. Su calle no se vio atestada de vehículos estacionados. Para ir a la Plaza de Armas o al Templo de Santo Domingo, simplemente caminaba por el empedrado, no esperaba que Waze le dijera cuál era la ruta más rápida, ni en el trayecto era seducido por un anuncio comercial donde le ofrecían internet a mayor velocidad, ni pedía comida a domicilio haciendo un conteo regresivo de 30 minutos, ni algún aparador lo invitaba a comprarse un nuevo bombín pues el que usaba ya se había quedado rezagado, ni tuvo que correr al banco a pagar su tarjeta de crédito en el fatal día del vencimiento. Lo imagino sentado en una banca, contemplando el vuelo de las palomas, conspirando un nuevo poema o el siguiente discurso por encargo del gobernador. Y no, no fue interrumpido su solaz por el estruendo de un motor del soplador de basura (barre más rápido que la escoba) ni por el claxon de los carros (los conductores quieren avanzar a mayor velocidad) o la bocina exterior de un local que vende micheladas. No, en su vida no hubo esos símbolos de aceleración vertiginosa, ese ritmo desbocado de nuestro siglo XXI, que sin darnos cuenta ha extinguido de nuestro vocabulario (y peor, de nuestra cotidianidad) palabras como: contemplación, quietud, silencio, reflexión y otras tantas que son territorios fértiles para el pensamiento, la inspiración y la creación.
Con ese tercer ojo de los trovadores, Facundo Cabral lo vio: “No estás deprimido, estás distraído / Distraído de la vida que te puebla. / Distraído de la vida que te rodea…”. Cómo no estar distraído si en el siglo de la velocidad nos llega tal cantidad de mensajes que nuestra atención está hiperfragmentada. En su Vida contemplativa, elogio de la inactividad, Byung-Chul Han recupera pensamientos clave, como el de Tomás de Aquino: el fin último de la vida activa está en la felicidad de servir a la vida contemplativa, “objetivo de toda vida humana” o “La observación contemplativa es toda la recompensa que recibimos a cambio de nuestros esfuerzos”.
Mi admirada Irene Vallejo, en un estupendo artículo, “El demonio del mediodía”, en El País, nos invita a recuperar la “atención amorosa” y cita el pensamiento de Juan Casiano en su combate medieval contra la imposibilidad de concentrarse, las distracciones y el extravío del pensamiento. Antiguos males hoy exacerbados.
El filósofo coreano es lapidario: “Nos apartamos a cualquier forma de ‘para siempre'”. Esta misma velocidad que nos habita y domina está en el centro de nuestra fugacidad: un lugar favorito ya no es para siempre, la ropa no dura, matrimonio y compromiso, menos. Citada por Byung-Chul, Arendt escribió: “El ser humano es el último refugio de la perennidad”. ¿De qué nos sirve durar más en un mundo que dura menos? La obsolescencia planeada, nuevo jinete del apocalipsis, genera ganancias millonarias por refacciones, mantenimiento y reemplazos. El consumo acelerado es el contemporáneo disparo en el pie de una sociedad que no piensa, no tiene tiempo, ya se le olvidó que podría hacer una pausa en un sereno (¿qué es eso?) rincón de un parque mientras contempla el chorro repetido de una fuente o el paso cadencioso de los gatos.
¿Seremos capaces de frenar?