Irene Vallejo ha escrito un libro imprescindible para entender la épica de lo que ha sido la invención de los libros, la escritura, el deseo narrativo tan ligado a los seres humanos; un viaje desde la oralidad de historias que se perdieron en el viento del tiempo y la memoria, hasta la posibilidad de dejar constancia transgeneracional por gracia de la imprenta (y ahora los archivos digitales). Al final de El infinito en un junco agradece a los anónimos salvadores de libros y bibliotecas; por ellos tenemos testimonios de otras épocas, que no existirían si el fuego, el agua, la polilla y el polvo, las guerras y hasta el desinterés, hubieran destruido esos signos que hoy llamamos letras, pasaporte a las palabras, renglones, páginas y tomos, de un viaje que no acaba.
Para ejemplificar su gratitud, la autora de El silbido del arquero (igualmente recomendable) recurre a su memoria. Cita el infantil paseo con su abuelo: “Lo veo agachado, en la calle, intentando encajar la tapa de una alcantarilla o recogiendo de la acera cáscaras de fruta para ahuyentar un posible accidente”. Y lo retrata en un punto medular: “Mi abuelo quería impedir los males que se podían evitar, quería salvar a los desconocidos, a las plantas, a todo el mundo. Quería corregir y remediar todos los caos”. Más allá del altruismo, el abuelo deja a la nieta una brutal enseñanza, tan o más vigente hoy como cuando fue pronunciada: “¿Ves? El bien no se nota. Alguien se va a librar de tropezar aquí, caerse y romperse una pierna”.
“El bien no se nota”. Cinco palabras de una gran trascendencia. Compárese esta actitud con la degradación que vivimos. Cada año hay incontables desgracias en ciudades, por peatones que caen en alcantarillas, cuya tapa fue robada para ser vendida y fundida. O los cables eléctricos que dejan sin iluminación semáforos y túneles, y ocasionan accidentes. Queda claro que el mal sí se nota, que estamos muy lejos de forjar ciudadanos que entiendan y sean parte de la “abundancia de las bondades invisibles”.
Este pensar en los otros no nos viene de fábrica. En algún momento la educación forja valores y sensibilidades que fracturan la natural inclinación a pensar en uno mismo sin tener en cuenta las consecuencias. Nuestro presente no ayuda mucho. Una vida sobrecargada de apretar botones y deslizar el dedo sobre pantallas ha generado individuos para quienes algo debe suceder ipso facto. La gratificación instantánea ha extinguido la paciente espera, en un contexto exacerbado por el culto al yo, más que al nosotros. En ese “mira lo que como”, “mira lo que visito”, “mira lo que compro”, “mira lo que disfruto”, en esa intensidad de notoriedad, ¿habrá espacio para el bien que no se nota?
A mi amigo Mauricio de Font-Réaulx le escuché un concepto que me gusta mucho: “Bienestar catedral”, para referirse al esfuerzo de hoy por sembrar un beneficio que quizá no veremos mañana. La iglesia de la Sagrada Familia lleva cerca de 140 años en construcción. Notre Dame tardó 182 en erigirse. La abadía de York Minster necesitó más de 250 años. La catedral de Colonia, 632 años. Grandes obras que hoy admiramos fueron iniciadas por personas que no vieron su conclusión. Muchos quizá solamente pegaban ladrillos, algunos con otro ánimo pensarían que estaban construyendo más que un muro, una catedral.
Quienes hemos pasado por el escultismo recordamos que Robert Baden-Powell, considerado el padre del Movimiento Scout Internacional, inculcó una serie de valores. Uno es particularmente destacado: hacer una buena acción a alguien, cada día, sin recibir recompensa. Para que la filosofía no quedara en palabras, el movimiento lo materializó con el llamado “nudo de la buena acción”. Es el amarre que hacen los scouts en su pañoleta, un recordatorio a hacer el bien.
Con precisión, Irene Vallejo cita a Ida Vitale para dibujar el llamado a esta vocación (que parece extraviada) por el bien colectivo: “Como no estás a salvo de nada, intenta ser tú mismo la salvación de algo”. A veces pienso que lo que nuestro país necesita no es el político ideal, sino el ciudadano ideal. Esa persona capaz de pensar en el bien común, que participa calladamente cumpliendo las leyes y que secretamente siembra un bien, que no se nota.