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Dolor de la memoria

En cierta forma todos somos arqueólogos de nuestra infancia. Nos gusta escarbar en los recuerdos, ese depósito caprichoso y selectivo que llamamos memoria, como para tomar aire y avanzar en el presente. En mi caso, y tal vez en el de muchos, ese viaje al pasado ejerce un magnetismo permanente, una sensación contradictoria entre felicidad y tristeza, ahí, justo ahí donde habita la nostalgia, esa calle de la felicidad triste.

Una combinación agridulce siento cuando recorro mentalmente mi infancia mientras camino por las calles de las dos colonias que me marcaron, Condesa y Roma, espacios que son un viaje al pasado y un recorrido en dos dimensiones, porque uno siempre ve lo que hubo ahí pero ya no está; sin duda el cerebro es el editor de nuestra realidad.

En el corazón de esa nostalgia viven la avenida Ámsterdam y el Parque México, con sus bancas de concreto que emulan troncos y tejabanes capaces de resistir el paso de los siglos. De pronto vuelve a estar en la esquina la sedería de donde ansiaba una pelota de esponja, el sastre que siempre saludaba a mi abuelo entre telas y un fuerte olor a puro con el que soplaba su acento español, también la peluquería y la tienda de los Burakov donde mi papá nos compraba “pan de queso”, o la Iglesia de la Coronación, de la cual mi abuelita me aseguraba que una mano negra apagaba las velas. Cierro los ojos y veo el Buick enorme, verde sapo, de mi mamá, y la calle se llena de Opels, Valiants y “cocodrilos” mientras corro por los pasillos del Mercado Medellín con su olor a carnicerías y una que otra imponente cabeza de marrano, evidencia de un cuerpo ausente, cortado en pedazos y exhibido detrás de una vitrina.

Roma, la película que ha acaparado la atención, la polémica y la crítica en los últimos meses, mucho tiene de ese viaje arqueológico, no sólo para Alfonso Cuarón (quien seguramente hoy ganará el Óscar al mejor director) sino para muchos quienes hemos vuelto a las azoteas donde vivía la servidumbre, entre lavaderos, cubetas, jabones y jaulas con ropa tendida al sol. Quizá por evocar tanta nostalgia (del griego nostos, regreso, y algos, dolor) sea una cinta tan acogida en el mundo. Más allá de una colonia en la Ciudad de México, Roma es el regreso doloroso que todos alguna vez experimentamos al pisar el pasado. No hay nostalgia sin viaje, la película retrata (magistralmente) ese dolor que hay en recordar.

Como siguiendo una instrucción transformada en melodía, “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida…”, Roma es el regreso a esa infancia, cualesquiera que sea para el espectador.

Hace unos días mientras caminaba por la avenida Ámsterdam, me detuve en el edificio donde viví y vivieron mis abuelos. Dos mujeres de edad madura conversaban en la puerta. No resistí la tentación de pedirles permiso para entrar. ¿Era el barandal por donde me resbalaba boca abajo tan largo como lo recordaba? Avancé por un estrecho pasillo, apenas un carro cabría ahí, extrañamente fue mi cancha de fútbol. Vi las escaleras, casi idénticas, alguna misteriosa fuerza había reducido su tamaño con los años. Dicen los especialistas que se tiene nostalgia por algo que crees que te hizo feliz, algo que parecía perfecto. Visto por el retrovisor, el edificio y sus espacios eran mucho más grandes. No sé si me arrepiento de haber entrado después de 40 años de no hacerlo.

Al margen de otras lecturas, que sin duda las tiene, Roma no es volver a la colonia de la infancia, es recordar que podemos recordar, un viaje que seguramente duele pero alegra. Como la vez que regresé a la casa de Cuernavaca donde viví mis últimos años de niño. Esa vez iba además con Boris, entrañable amigo de aquellos años. Juntos pisamos de nuevo los espacios de tantos gratos momentos en la calle, nada más que ahora las casas parecían haberse acercado una frente a otra. El momento culminante fue cuando vi “mi casa”, estaba habitada por un árbol. Abandonada, un tronco había horadado por el comedor y amenazaba subir a las recámaras. Me dije entonces que no debía volver a los sitios de la infancia, lugares que eran mucho mejores en mi recuerdo que en la realidad.

Los premios de la Academia de hoy probarán que Roma es una gran película; también que la nostalgia es humana e inevitable.