Volar se ha vuelto un tropiezo. De vivir en estos años en que uno desayuna en la frontera norte, come en la capital y descansa -o lo intenta- en una tercera coordenada, Wilbur y Orville Wright se sorprenderían de los avances tecnológicos en aviación, portentoso invento del que alguna vez fueron pioneros, pero seguramente estarían sacudidos de experimentar las vicisitudes a las que está expuesto un viajero, ser en tránsito con capacidades asombrosas de adaptación a un flagelo de cuatro letras: AICM.
Para llegar a la terminal aérea más importante del país, el viajero atraviesa congestiones viales formidables que le obligan a pasar horas en un automóvil. El tipo transita de un tumulto a otro, donde la densidad está garantizada. Ya sea que haga una larga fila para documentar una maleta o se disponga a cruzar los “filtros de seguridad”, el pasajero está expuesto (sin importar su experiencia) a sorpresivas medidas restrictivas, ya de la aerolínea que escrupulosamente pesa y mide las dimensiones de su equipaje en espera de aumentar su rentabilidad por exceso de gramos o centímetros, ya del personal de seguridad que detecta volúmenes en abundancia o formas punzocortantes que frecuentemente habitan en la sospecha y aletargan el acceso de los demás.
En medio de ese trance a la “zona estéril”, el afortunado portador de un pase de abordar debe entender que si el semáforo señala que vaya al arco de seguridad número uno, el empleado que ha apretado el botón por él le dice que se forme en el acceso número tres (no solo en materia de informes de gobierno los números son caprichosos).
Un estrecho pasillo de techo bajo se ha convertido en un simulacro de hormiguero. Por esa angostura fluye el tránsito de quienes llegaron y quienes (creen que) están por salir. El viajero debe ubicar la sala de embarque, para lo cual llega a un punto donde otros viajeros están estáticos frente a cuatro pantallas, estorbando el paso de otros cientos de viajeros que no se quieren detener pero se ven obligados a ello pues no hay forma de avanzar con fluidez entre aquella acumulación de cuerpos y ojos que buscan afanosamente su número de vuelo. Ya es hora de partir pero se lee “a tiempo”. Si el viajero es novato permanecerá ahí como hipnotizado, con altísimas probabilidades de perder su vuelo. Si el viajero es sufrido pasajero frecuente del AICM, sabe que un político es más confiable que las pantallas informativas. Debe (emulando una máxima moderna de la fuga) buscar otros datos.
Se aceleran las piernas, los latidos y hasta la sudoración cuando hay que llegar de la puerta 20 a la 3. Nuestro pasajero es como un personaje de videojuego que va esquivando obstáculos, es decir, otros pasajeros, algunos de los cuales están sentados en el piso, piernas estiradas, recargados en la pared, pues encontraron una imperceptible pero salvadora toma de corriente en la que dan un respiro a su celular. Casi llega a la puerta 3 pero desde la 6 avanzar es imposible; el callejón remata en una vecindad populosa, un espacio reducidísimo donde coinciden tres vuelos que abordan simultáneamente, y otra cantidad similar de pasajeros que están desembarcando y que deben cruzar por esa misma espesura hecha de humanos fastidiados.
Sobrevivir estas penurias, está comprobado, segrega cortisol, en contraparte fortalece la paciencia y la tolerancia a la frustración, desarrolla el sentido de orientación y de sospecha, cualidades de sobrevivencia moderna donde se acumulan calamidades, aunque no siempre millas.
El mejor vuelo: Hijo pródigo de Juchitán, discípulo de “…los locos, los enfermos mentales y, sobre todo, de Rufino Tamayo”, Francisco Toledo nos deja su desbordante narrativa estética donde cohabitan ictiocentauros, murciélagos y mil cruzas asombrosas, su pasión por la cultura y la defensa de lo local en una ciudad donde a quienes vuelan alto se les dice “Maestro”. Su imagen corriendo en huaraches por una calle de Oaxaca mientras arrastra por los aires un papalote al que ha puesto el rostro de uno de los estudiantes de Ayotzinapa, es una postal magnífica para inspirar la resistencia ciudadana inteligente, la protesta contra la violencia desde la cultura (acaso la única efectiva) y para recordar que mientras otros sufrimos aeropuertos, hay seres inmortales que vuelan en papalotes.