Acompañé a un querido amigo (le llamaré Alberto) a comprar una caja de puros que pensaba regalar en Navidad. Fuimos a un centro comercial que tiene un establecimiento especializado, sitio que se ostenta como “Comunidad de amantes del habano, whisky, tequila y cocktails”, un espacio muy bien puesto, que invita a quedarse un rato disfrutando mundanos placeres. Lo que pasó es una lección empresarial para quienes pretenden forjar una buena reputación y hacer crecer el negocio.
Alberto, emocionado, como niño llegando a una juguetería, solicitó acceso al cuarto donde los puros son mantenidos a la temperatura y humedad correctas (walk in humidor). Un empleado del establecimiento nos advirtió que sólo podría ingresar uno de nosotros, argumentando que más de dos personas afectan las condiciones atmosféricas en detrimento del producto. Mi amigo, fumador experimentado, con años de visitar estos expendios en varias partes del mundo, mostró su extrañeza. El empleado se limitó a señalar una placa que mencionaba sus políticas. Sugerí a Alberto que entrara él. Desde afuera yo observaba al dependiente tomar los puros con un guante negro, sin que Alberto los palpara. Otra insólita restricción del lugar era la prohibición de tocar los habanos, ritual que, como sabe todo fumador avezado, es parte del cortejo. Alberto poco a poco migró su entusiasmo en desencanto. Salió del humidor con las manos en la espalda. No obstante, compró una caja (de la marca cuyo nombre evoca las vicisitudes de dos amantes de Verona).
Luego de pagar una buena cantidad, mi compañero, visiblemente incómodo, quiso decirle algo al custodio, digo, al empleado quien, como ya atendía a otro cliente (para el negocio, potencial transgresor), se limitó a señalar que esperara. Convencí a Alberto de irnos y mientras caminábamos se desahogó conmigo. Juró que nunca más compraría en ese lugar. Se sintió maltratado y desdeñado por un tipo que, si bien puede argumentar a su favor que tiene instrucciones superiores (e incluso tengan datos científicos para sus restricciones), le falta mucho tacto para lograr una experiencia positiva.
Asombra ver establecimientos que, con gran inversión y expectativas, abren sus puertas para recibir a quien debería ser la persona más importante: el cliente, para luego descubrir que sus políticas y sus empleados tiran todo por la borda.
Se atribuye a Sam Walton este inspirador mensaje: “Soy el hombre que va a un restaurante, se sienta a la mesa y espera pacientemente mientras el mesero hace todo menos tomar mi pedido. Soy el hombre que va a una tienda y espera en silencio mientras los vendedores terminan sus conversaciones privadas (…) Soy el hombre que, cuando entra a un establecimiento comercial, parece estar pidiendo un favor, rogando por una sonrisa o esperando sólo ser notado. Debes estar pensando que soy una persona callada, paciente, del tipo que nunca crea problemas… te equivocas. ¿Sabes quién soy? ¡Soy el cliente que nunca volverá!”. Y añade que se divierte viendo los millones gastados en anuncios para llevar clientes al negocio y luego no recibir buen servicio. “Sólo hay un jefe: el cliente. Y puede despedir a toda la gente de la empresa, del presidente al conserje, simplemente llevando su dinero a otro lugar”.
Todo establecimiento es libre de poner sus reglas y tratar su mercancía como si fueran libros incunables (bueno, no, me consta que en las bóvedas donde se salvaguardan esos tesoros, en condiciones climáticas óptimas, sí entran más de tres personas). Quizá parte de la filosofía de esta casa de habanos es intimidar al visitante, haciéndolo sentir poco merecedor de estar ahí. Quizá el displicente empleado trata así a todos los clientes, harto tal vez de los novatos y mirones que entran sin comprar y que además no tienen nociones básicas del mundo del tabaco. Quizá su única capacitación ha sido “cuida que no toquen los habanos”. No lo sé. Lo que resulta evidente es que no tuvo la sensibilidad para detectar a un conocedor, un buen cliente que no piensa volver y que además comentará lo sucedido entre su comunidad de amantes del habano, whisky, tequila y cocktails.
La experiencia del consumidor se rompe por lo más delgado. Despreciar al jefe siempre es un tiro en el pie.