La ira es uno de los estados emocionales más ligados al ser humano, como una piel subyacente. Baste ver las pinturas clásicas del antagonismo fratricida entre Caín y Abel, para deducir que en determinado momento los ánimos se salen de control, el cuerpo se pone en estado de alerta, preparado para correr o pelear, el corazón bombea de más y el cerebro ordena la liberación de adrenalina, mientras la mano ha de tomar un garrote con miras a asestarlo en la humanidad del otro, todo uno es un desbordamiento sin control, un incendio poseído por la furia. Ya luego, seguramente, vendrá el arrepentimiento.
Durante los últimos años han proliferado, alrededor del mundo, negocios inauditos donde la gente puede dar rienda suelta a sus enojos más extremos, sacar la cólera contenida de forma, dicen, inofensiva; son los llamados “cuartos de ira”, habitaciones donde el cliente entra con algunas medidas de protección, como lentes y zapatos reforzados, asistido de un bate con el que podrá destruir todo cuanto quiera, desde cuadros, retratos, muebles, hasta aparatos eléctricos y electrónicos. Se trata de una sesión de catarsis donde se pretende construir un estado de calma luego de uno de destrucción.
Si el ex marido de la asesinada Abril Pérez hubiese tenido un cuarto de ira, quizá hubiera descargado su bate contra un objeto y no contra la cabeza de su entonces esposa. O qué me dicen del tristemente célebre #LordMantenimiento, un personaje “de sociedad” tapatía, recientemente exhibido destrozando el automóvil de la vecina, insultándola y amenazándola de muerte, supuestamente, por cobrarle el mantenimiento. En ambos casos estos personajes ejemplifican lo más oscuro y bajo del ser humano, la falta de control y el deseo de aniquilamiento del prójimo. Saber si un “cuarto de ira” funcionaría para erradicar estas acciones es muy especulativo.
Se antoja, eso sí, un “cuarto de ira” en los aeropuertos mexicanos, quizá uno de los espacios que más frustración causan, no sólo por la insuficiente infraestructura que tienen la mayoría de ellos, también por la indolencia de las líneas aéreas y buena parte de sus colaboradores. Cancelaron tu vuelo, pero puedes destruir una computadora mientras les mientas la madre. O no me digan que no se les antoja entrar al “cuarto de ira, Barlett”, donde habría un maniquí del personaje, maquetas de sus múltiples propiedades y hasta la foto enmarcada que hace unas horas difundió el Presidente López Obrador donde amenamente comparte los alimentos con el recién exonerado, o un letrero en tercera dimensión con la leyenda “Encima de la ley nadie, al margen de la ley nada”, todo listo para hacerse añicos (aunque en términos reales ha sido el propio mandatario quien ya despedazó ese bonito lema de campaña).
Por lo pronto, esta nueva forma de desahogo físico y emocional no termina de convencer a los especialistas. Si bien es una novedad que causa distracción, diversión y hasta convivencia, hay coincidencia en que no ofrece la posibilidad de gestionar el estado emocional para determinar sus causas y actuar de raíz, tampoco atiende heridas emocionales. Algunos incluso consideran que es una especie de ensayo para seguir siendo violento. Mi punto de vista es que, si una conducta produce placer, se genera un condicionamiento para repetirla. Por otro lado, destruir cosas con un bate genera una recompensa inmediata (muy en boga con las exigencias de la época), no una solución estratégica y duradera. Aunque arrasar una habitación puede reducir la tensión y la ira, nos hace rehenes de una acción violenta, en vez de conseguir formas más constructivas para lidiar con emociones adversas, formas orientadas no a la aniquilación del obstáculo sino a la resolución de problemas.
Como sea, los “cuartos de ira” son un buen ejemplar para ilustrar algunos principios de negocio. El mercado produce el “antídoto” cuando surge un “veneno”. Aparentemente hay más gente iracunda hoy que antaño. Por otro lado, atinan al enfocarse en la misión del cliente: “destruir para sentirse mejor”.
“¡Ay! si con sólo una gota de poesía o de amor pudiéramos aplacar la ira del mundo, pero eso sólo lo pueden la lucha y el corazón resuelto”, escribió Neruda. Sin saberlo, condenó la banal y efímera destrucción como terapia de vida.