Rara avis de nuestro tiempo, la confianza se vuelve cada vez más exótica en la sociedad. Ante una crisis generalizada de credibilidad (no endémica de México sino global) la modernidad propone una solución: la transparencia. Son tiempos de querer saberlo todo para controlarlo todo. Ante la opacidad, nuestro apetito por ver lo íntimo va in crescendo, la Ley 3 de 3, mejor la 7 de 7, sólo superada por la inminente 10 de 10 y así, hasta que no quede nada por saber. Nuestro tiempo es una batalla entre la sombra y la luz, de un lado la opacidad (el negativo) del otro la revelación (el positivo), un tiempo de exposición masiva, incesante, donde no sólo consumimos el dato sino la capacidad de conocer el dato.
Sin embargo, la transparencia no es un valor absoluto, como tampoco lo es aquello que permanece en zona de velos. Conviene echar una mirada a obras que retratan este fenómeno. En La sociedad de la transparencia, Byung-Chul Han hace una profunda reflexión crítica sobre nuestra vida digital, excesiva en información y transparencia, poniendo a ésta como una fuerza coercitiva -violenta incluso- para el ser humano, donde la aparente solución, la revelación, no lo es tanto. Su obra, con un aire catastrofista si se quiere, es un manual obligatorio para entendernos, para aceptar que consumimos y que somos el producto consumido, que “Transparencia y verdad no son idénticas”.
El libro, plagado de sentencias profundas y retadoras, tiene varios filos, a cada quien le cortará en diferente punto. Particularmente me ha inquietado su relación con la confianza: “La exigencia de transparencia se hace oír precisamente cuando ya no hay ninguna confianza”. Buscamos más transparencia cuando tenemos menos confianza. La primera requiere paredes de cristal, la segunda sobrevive aun cuando no podemos ver. Para Han, exigir total transparencia es antihumano y contraproducente. Nuestra vida tiene sentido no en lo absoluto de la verdad sino en la búsqueda a través de los claroscuros. Lo primero, diría el autor de El aroma del tiempo, es pornográfico, lo segundo erótico. Para esta sociedad, “las cosas se revisten de un valor solamente cuando son vistas”.
¿Podríamos vivir con total transparencia? Seguramente no. Para imaginarlo hay que leer Rendición, del español Ray Loriga, una novela más distópica que utópica que nos proyecta, como lo sigue haciendo Huxley, a una sociedad feliz y terriblemente manipulada. Huyendo de los horrores de la guerra, una familia es evacuada a una ciudad que promete maravillas donde “no se permiten ni el alboroto ni los disturbios”, una sociedad que evoca al socialismo pues “se han pensado tareas y empleos para todos de acuerdo a nuestras aptitudes”. En esta urbe de ensueño no existe la noche sino un gran domo de luz que todo lo inunda, las construcciones son de cristal o de materia similar, pisos, techos, paredes. Sus habitantes tardan en adaptar su pudor mientras ven al vecino sentado en el excusado o se sienten expuestos en otros momentos íntimos (recientemente hubo un candidato político que se grabó saliendo de la regadera, la ficción de Loriga y la sociedad de Han nos alcanzan).
En esta ciudad utópica, todo es armonía, todo funciona bien, es imposible quejarse o tener un sentimiento adverso. Quienes tienen más reservas de su carácter humano no se adaptan tan fácilmente: “Es curioso comprobar cómo se echan de menos sensaciones que no son buenas, pero a las que uno se ha acostumbrado, y cómo sin miedo alguno se duerme bien pero se levanta uno extraño”. ¿De qué nos serviría más transparencia si perdemos la esencia de lo humano? En esta ciudad perfecta el Estado es solidario y subsidiario, “el curso era gratis, como todo en esta maldita ciudad…”, una vida sin contrastes “de ahí que verlo todo tan claro le apague a uno el ánimo”, donde al cabo de un tiempo se desea lo que no se tiene: la opacidad, el misterio, la privacidad, lo erótico.
En la novela de Loriga leemos: “Este lugar es un infierno, y sin embargo nadie parece darse cuenta”; en el ensayo de Han impacta “La sociedad de la transparencia es un infierno de lo igual”. Imprescindibles los dos autores, me quedo con una profunda revelación del segundo, una receta contra el infierno: confiar es no necesitar saber.