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¡Bájale!

La sana convivencia humana implica una dosis de empatía y respeto. Reconocer excesos no sólo es un deber cívico, también una sensibilidad que se aprende. Durante la semana hubo notas en Reforma, Mural y El Norte que refieren un longevo conflicto, el ruido como fuente principal de problemas vecinales. Casi todos hemos escuchado un vecino ruidoso, o incluso hemos sido ese vecino incómodo. Lo que toleramos o no en el espacio auditivo no depende de la intensidad del sonido, sino de la costumbre: somos nuestro código cultural.

En la forma de reaccionar ante el ruido hay indicios para entender algo más grande, nuestra actitud ante el Estado de derecho. Usualmente un mexicano sabe que si llama a la policía para que atienda una queja por ruido de un vecino, no pasará nada. En el país donde la policía trata de atender delitos de alto impacto, Los Ángeles Azules a todo volumen en la madrugada no se escuchan como emergencia. Hay colonias donde parece que la felicidad se mide en decibeles. Si un vecino hace que vibren tus ventanas, es menos afrenta que no haber sido invitado a la pachanga. El inventario de ruidos es extenso: televisión, sonidos del baño, mascotas, gritos, secadoras de pelo, aire acondicionado, lavadoras, arrastrar muebles y más.

Hay quienes deciden hablar con el vecino y hacer una petición amable, otros reaccionan con violencia o se quejan con la policía. No es casual que en México los conflictos se den por un vacío de autoridad, también de educación. Crecimos acostumbrados a traspasar el espacio acústico, nos gustan los tacos y la estridencia. Desde la calle “que es de todos” el afilador de cuchillos eleva los decibeles para anunciarse, lo mismo hace, aunque en tono más grave, el vendedor de camote, y a grito pelón el ropavejero. ¿Qué decir de la cancioncita del repartidor de gas o la letanía que compra colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras? Si eres mexicano creces pensando que no existe el derecho al silencio. O incluso el silencio.

Durante mi primer año de estancia en California, hice una comida (cuatro personas) en el jardín. Una discreta bocina amenizaba la sobremesa, que se extendió hasta las 7 de la noche. Recibí una llamada telefónica. Mi vecino (estadounidense) me pedía amablemente “meter la fiesta a la casa”, madrugaría al día siguiente. Me asombró que calificara aquello como “fiesta”. En otra ocasión asistí al cumpleaños de la esposa de un amigo mexicano. Previsor, advirtió a sus vecinos gringos a la redonda y les regaló una noche de hotel. No contaba con que la música viaja lejos. Algún vecino llamó a la policía. Llegaron cinco patrullas. Un oficial le ordenó (no le pidió) a mi amigo que “metiera la fiesta a la casa”. Sabedor del sistema de multas en California, mi amigo le dijo al policía que prefería pagar la multa a reducir el jolgorio. El representante de la ley le explicó que además de multa se lo llevarían arrestado. La fiesta se vino abajo 15 minutos después.

El día que tengamos conciencia del derecho a vivir sin ruido, habremos dado un gran paso en pro de la civilidad. En la Ciudad de México se aprobó una reforma (impulsada por el diputado morenista José Luis Rodríguez) para que la Secretaría del Medio Ambiente pueda tener más facultades en materia de contaminación auditiva, así como en la aplicación de sanciones. Una sociedad más civilizada y respetuosa no sólo es producto de leyes coercitivas, también de educación cívica que desarrolle conciencia, desde temprana edad, en los ciudadanos. Ojalá otras ciudades sigan el ejemplo.

Confieso que, durante el año que llevo trabajando desde casa, he descubierto un enemigo sonoro, motorizado, imprudente e invasivo: ese invento infernal que son las sopladoras con las que los jardineros “barren” las hojas de calles y jardines, mientras escupen bióxido de carbono. Por momentos siento que son varias motocicletas bajo mi ventana. Con frecuencia tengo que silenciar las videoconferencias. No aspiro a escuchar, como antaño, el suave arrullo de las varas de una escoba cepillando el pavimento, me conformo con que se vuelva obligatorio poner silenciadores mientras los hombres máquina esparcen la basura por el aire.

El ruido más agresivo de un mexicano es cuando pisa el Estado de derecho. Debería ser insoportable.