Debo a la generosidad de un amigo el haber puesto en mis manos una edición especial de la revista española Arqueología e Historia, donde se compilan interesantes artículos sobre la Guerra Civil. Se trata de una mirada contemporánea a un conflicto que, gracias a la tecnología y los métodos de investigación arqueológica, sigue arrojando información que permite reconstruir momentos y contextos, y hasta motivos, de atrocidades propias de la guerra, aunque también revela una mirada humanizante de lo que se vivió entre trincheras. Más que interesarme el hecho histórico per se, me atraen sus diferentes derivaciones.
En “Contar la guerra desde una trinchera”, Alfredo González-Ruibal, investigador en el Instituto de Ciencias del Patrimonio del CSIC y especialista en arqueología contemporánea, hace una fascinante reconstrucción de lo que a su juicio sucedió en trincheras, campamentos guerrilleros, edificios bombardeados, refugios antiaéreos, fosas comunes, hospitales y campos de concentración. El arqueólogo parte de los vestigios materiales, “si se puede tocar, es arqueología”, teniendo cuidado de no obsesionarse con los objetos, sino por el contexto. Así, una lata oxidada, una botella de vidrio que alguna vez tuvo anís, un peine, un zapato maltrecho, balas y casquillos, posiciones de cuerpos, lesiones evidentes, utensilios diversos, todo es parte de un gran rompecabezas con el que han de reconstruirse hechos. Se pasa de los objetos a las historias.
¿Vale la pena explicar el pasado? En mi opinión nunca se explica el pasado nada más pues, al desdoblar los sucesos que nos precedieron, también se descubren hilos que conducen hasta nuestro presente, un entramado que es, querámoslo o no, forjador de futuro. Surge entonces la pregunta: ¿en qué tiempo existencial aporta su talento un arqueólogo? Escribe González-Ruibal que “Hay tres tipos de personas que cuentan la guerra desde una trinchera: los soldados, los periodistas y los arqueólogos. De los tres, los arqueólogos somos los únicos que llegamos tarde. Cuando ponemos un pie en el frente, afortunadamente ya nadie dispara ni hay cuerpos en descomposición”. Esta gran capacidad que tiene el arqueólogo para “interrogar” el pasado, obtener respuestas de quienes ya no hablan, al menos no con palabras, es la que me atrae para aplicar los métodos arqueológicos en otros campos, como la investigación de la conducta del consumidor, por ejemplo.
Encontré en el ejemplar que da pie a este texto una inquietante cita de Martin Heidegger: “La aniquilación más completa y absoluta tiene como objetivo lograr incluso más que matar a cada miembro del grupo objeto de persecución. En última instancia, desea aniquilar todo recuerdo de ese grupo, su existencia, sus huellas, historias y vestigios como pueblo”. Esta brutal realidad está en el marco del artículo “Arqueología del conflicto y memoria colectiva. La experiencia internacional”, que inevitablemente me llevó a pensar en México.
Es muy probable que arqueólogos del futuro tengan, lamentablemente, un enorme campo de acción para narrar los horrores de la violencia que nos aqueja y a la que tristemente nos hemos acostumbrado (quizás como mecanismo de defensa). Alguien que no llegó tarde, pues no es arqueóloga sino investigadora y periodista, alguien que llegó cuando los cuerpos emanan hedor putrefacto, es Marcela Turati. Su libro San Fernando: última parada es un desgarrador testimonio de lo que sucedió (¿sucede?) en un estado fronterizo del norte de México, donde la desaparición masiva y las ejecuciones de migrantes ya dejaron de ser noticia “Por error, por capricho, porque sí. Porque los asesinos tienen permiso”, escribe la periodista especializada en derechos humanos, quien luego de conocer el exterminio sistemático de personas, quedó “despalabrada”, “Mi alma se quedó en un retén, no ha llegado”. Algún día se hablará de “arqueología del horror”.
Esa parte vital que fragmentó a Marcela Turati, llámese alma, energía o la palabra que quieran, es también una parte desmembrada de México. A lo mínimo que estamos llamados es a la indignación, quizá a algo más; para que la arqueología del futuro, en ese escrutinio que inevitablemente vendrá, no nos registre como una sociedad omisa, indolente.