Hace unos 9 años marqué el teléfono para hacer una llamada inaudita. Luego que me contestaran en la prepa donde había estudiado, pedí la extensión del departamento de matemáticas y aventé el anzuelo: “¿todavía trabaja ahí el profesor Jáuregui?”. Me lo pasaron y, sin más, le dije “me dio clases hace unos 25 años, hoy en la noche doy un discurso sobre usted, me gustaría que asistiera”.
¿Puede el legado de un maestro contenerse en una ecuación? Jáuregui, como le decíamos irreverentemente en tercero de prepa, demostró que sí. De rostro severo, se valía con frecuencia del pesimismo para recordarnos que si no nos aplicábamos, no la íbamos a hacer en la carrera.
Nunca nos hizo un examen. Bueno, no como lo imaginamos. Llegada la semana de pruebas, usaba los 5 días para pasarnos uno a uno al pizarrón, territorio que él dominaba a la perfección. Bajo un clima de campo de concentración, escogía de la lista un nombre al azar y luego pronunciaba la frase fatídica: “al pizarrón”.
Para aspirar un 10, no bastaba resolver bien un problema frente al grupo, había que hablar en voz alta la respuesta, Jáuregui no sólo calificaba el resultado, sino el proceso. Fue entonces cuando nos reveló algo asombrosamente simple, una verdad que reprobó a los anteriores maestros de matemáticas. Cuando alguien, al despejar una variable en una ecuación, decía el consabido “está sumando, pasa restando”, Jáuregui interrumpía como quien acaba de escuchar una herejía; “¡no pasa! se resta en ambos miembros de la ecuación, o se suma o se divide o multiplica en ambos miembros”. Comprendí entonces el significado de la palabra ecuación y que en matemáticas nada desaparece o aparece como por arte de magia.
Cuando este hombre hacía trazos de gis en la pizarra, parecía que ya lo habían editado. Me distraía su perfección y el rigor para que el signo de igual estuviera exactamente en medio de un quebrado, o los círculos parecieran trazados por un compás invisible que salía de su mano, muchas veces al primer trazo, otras más corrigiendo apenas perceptibles desviaciones. Otra circunstancia haría que este orden visual fuera más significativo, a Jáuregui le sobraba talento y le faltaban dos dedos (el índice y el pulgar) de la mano derecha. Verlo tomar el gis era despejar una incógnita.
Nos contagió su obstinación y disciplina por el pizarrón, superficie que él consideraba básica para aprender. “Cómprense un pizarrón y estudien en su casa”, nos repetía. Como si se hubiese adelantado a su tiempo, nos volvió paperless y nos inculcó hablar frente a los demás, a una edad en la que el temor de hablar en público paraliza las neuronas, y si además se trataba de resolver una integral, la situación era bastante comprometedora.
Más de dos décadas después, bajo el contexto de mi club de oratoria donde tenía que hablar sobre algún personaje, real o ficticio, que hubiese influido en mi vida, colgué el teléfono esperanzado en que Jáuregui llegaría por la noche a escuchar mi discurso.
Las matemáticas tienen derivadas infinitas. De la clase donde tuve que hablar en público, tomé inspiración para recrear a un personaje de carne y hueso, que llegó puntual a la cita acompañado por algunos miembros de su familia.
Durante mi mensaje, hice referencia a todo lo que he platicado de este profesor de matemáticas, guardándome una variable: a nadie le había avisado que Jáuregui asistiría.
Casi al final, cuando sentí al auditorio integrado a mi historia, me detuve y, sintiéndome con la fuerza de quien está en el pizarrón y sabe la respuesta, señalé con la mano a Jáuregui y lo presenté a los asistentes. Él, sin pizarrón para defenderse, se levantó para ser ovacionado; en la expresión de su rostro vi al hombre que tuvo que ser rudo y técnico para luchar contra nuestra indiferencia de adolescentes. Aventuro que dentro de sus cálculos, jamás figuró el abrazo que nos dimos esa noche.
Buen maestro no está en función de que el grupo aprenda, sino de que la materia sea relevante en la vida de sus alumnos.
Por cierto, de cálculo integral recuerdo muy poco.
(publicado el 15 de Mayo de 2011, en Mural)