Ha muerto un antropólogo con pinta de chef. Anthony Bourdain tuvo en la cocina la visión para derrumbar sus paredes, explorar, descubrir relaciones causales que solamente encuentra quien puede crear, como en la comida fusión, conexiones descabelladas y darle la posibilidad a cualquier posibilidad. Mientras muchas celebridades de la cocina empiezan en la calle y terminan coronándose en restaurantes de culto, Bourdain lo hizo al revés. Los primeros parecen afirmar “por eso estoy aquí”, él se cuestionó ¿por qué sucede lo que está pasando?, sello indiscutible de quien tiene dentro algo más grande que el hábito que ocupa.
Bourdain fue un investigador social y un narrador de historias, cuentista de banqueta o brecha, cazador de sabores y epifanías. Caminó por muchas calles del mundo pero lo recordaremos porque caminó por muchas calles de México, para descubrir no sólo la textura de nuestras salsas hechas en molcajete sino la influencia del ambiente en el sabor de la comida. Afirmó que “el contexto y la memoria juegan un poderoso papel en las grandes comidas de nuestra vida”. Tenía razón, yo lo aprendí, con mi papá, en las faldas de un volcán, el Popocatépetl, tiritando de frío, resguardándome de la lluvia y comiendo con la mano unas chuletas de cerdo aderezadas de sal y aire de campamento. Si la emoción es el pegamento de la memoria, el paladar es un camino que lleva a casa.
Viajó a Izúcar de Matamoros, Puebla, porque admiraba el gran trabajo de los mexicanos en su cocina en Nueva York; quería saber qué había en aquel lugar que producía ese tipo de talento. Lo expresó con la sensibilidad de quien tiene como escenario la vida y no un estudio de televisión: “quiero ir allá y que me cocine la mamá de alguien, no me importa de quién pero que sea una mamá”. No sólo intuía una verdad antropológica y tribal, también quizá, abría una herida de su vida o de su cultura, en donde los sabores caseros, en buena medida, han sido sustituidos por la comida de combos y salsa de tomate en sobrecitos de plástico.
En su memorable visita a la casa materna de sus colaboradores hace un homenaje a la familia mexicana y al trabajo manual y paciente de las mujeres de casa, describe su manos delicadas pero se fija en los brazos fuertes que muelen semillas en la piedra. Desde su blog escribió, siguiendo los pasos de Lowry, Bajo el volcán, homenaje a México, su gente, su comida, bebida y cultura: “México. Nuestro hermano de otra madre. Un país con quien, nos guste o no, estamos inexorablemente, profundamente involucrados, en un abrazo cercano pero a menudo incómodo”. El mundo necesita menos aranceles y más degustadores de mole.
Su lamentable suicidio inquieta. ¿Es suficiente viajar y comer bien para ser feliz? ¿Se puede transmitir tanto sabor de vida mientras en el interior se cocina un infierno? Inspirado en el actor y dramaturgo inglés David Garrick, Juan de Dios Peza exploró el lado sombrío de la sonrisa en su poema “Reír llorando”, donde pinta a un hombre que va a ver al médico y le describe su depresión. El doctor le receta: “Viajad y os distraeréis. / ¡Tanto he viajado! / Las lecturas buscad. / ¡Tanto he leído! / Que os ame una mujer. / ¡Si soy amado! / ¡Un título adquirid! / ¡Noble he nacido! // ¿Pobre seréis quizá? / Tengo riquezas. /¿De lisonjas gustáis? / ¡Tantas escucho! / ¿Qué tenéis de familia? / Mis tristezas. / ¿Vais a los cementerios? / Mucho… mucho…”. Deja el galeno como último e infalible remedio ir a ver al payaso Garrick, pues “todo aquel que lo ve muere de risa”. El hombre responde “¿Y a mí, me hará reír? / ¡Ah!, sí, os lo juro, él sí y nadie más que él; mas… ¿qué os inquieta? / Así -dijo el enfermo-, no me curo: ¡Yo soy Garrick!… Cambiadme la receta”.
El testimonio de vida de Tony Bourdain es como la comida mexicana, extenso, multisabor, agrio y picante por el triste epílogo. Adiós al hermano de otra madre que tanto respetó lo otro y lo local. Queda su legado para seguir entendiendo que lo que sucede en la mesa es más profundo de lo que sucede en la mesa. Peza lo cocinó en verso: “El carnaval del mundo engaña tanto, que las vidas son breves mascaradas; aquí aprendemos a reír con llanto y también a llorar con carcajadas”.
Nunca habrá una receta perfecta para vivir, pero hay que seguir probando.