Construir a partir de los errores es una cualidad interesante y poco entendida. Todos tenemos (o somos) alguien que nota la falta de un acento o un signo de puntuación que cambian radicalmente el sentido de una expresión. La crítica centrada en lo que algo debió haber sido, más que en lo que es, suele alterar el ánimo en otras personas para quienes ver la sombra en lugar de la luz es de pesimistas, “seres negativos”. Este malentendido limita la visión, el aprendizaje y el hallazgo de soluciones. ¿Qué sería de un diagnóstico si el médico nada más pudiera ver lo que está bien? Detectar anomalías, antes que aciertos, encierra grandes posibilidades.
La reflexión viene a cuento por un largo intercambio que se ha dado en una de mis comunidades de mensajes instantáneos en las que solemos compartir fotografías. En el grupo participa un amigo con capacidades extraterrestres para la creación estética; le llamaré el Marciano. Es de suponer que sus envidiables imágenes rayan en la perfección. Por otro lado, está mi buen amigo Alberto (cuya actividad profesional, de ser conocida, haría que lo identificaran plenamente), para quien las fotografías deben “reflejar la vida real, sin ser posadas”; esta creencia le lleva a compartir sin remordimiento imágenes oscuras, sin composición cuidada, sin sentido del fondo y figura y otros agravantes que un fotógrafo profesional notaría de inmediato. Las discusiones entre el Marciano y Alberto no sólo son divertidas, rayan en profundidades filosóficas para curiosos como yo, que continuamente abrimos puertas de laberintos y empujamos espejos.
“¿Por qué no se rasura Dios (como Dios manda)? cosas así, o qué ¿te vas a fijar en todo lo bueno que ha hecho Dios? ¡Qué flojera!”, atacó el de Marte. Alberto, con su agudo sentido del humor, le ha respondido que, si alguna vez se desmaya, en lugar de volver en sí, volvería en no. Claramente lo considera “negativo” o “pesimista”. Esta visión opuesta de mis amigos ejemplifica no sólo formas de ver la vida, también avenidas creativas. Uno opta por dar la espalda a un atardecer porque es lo que todos fotografían, prefiere los basureros donde encuentra texturas a las que saca ángulos inéditos y hace del debris, verdaderas piezas de arte. El otro celebra que, aunque la foto no sea buena, la convivencia de una sobremesa hizo el momento; no le interesa la calidad fotográfica, sin embargo, dentro de su actividad profesional, con el tema de calidad, es una de las personas más rigurosas que he conocido.
En su provocador ensayo “Breve historia del error fotográfico”, Clément Chéroux no sólo hace un recuento de la historia de la fotografía a partir de célebres pifias. Su hipótesis es esperanzadora: es posible desarrollar un conocimiento a través del error. Así, nos lleva de la mano mientras nos muestra imágenes que por suerte sobrevivieron a la autocrítica de sus autores, como una de 1850 de Roger Fenton, quien hace una composición perfecta de York Minster. La calle luce sin peatones, al fondo se adivinan las torres de la catedral gótica y sin proponérselo, el fotógrafo inmortaliza a un inesperado perro defecando sobre el empedrado. Con tino, Chéroux nos recuerda que a Borges le obsesionaban las erratas; para él un ejemplar adquiría un valioso atractivo por sus omisiones o sus errores tipográficos, gazapos de encuadernación o incluso por su indiscutible falta de calidad literaria y haber sido rechazado por múltiples editoriales.
Así como una fotografía puede o no tener un error, dependiendo del ojo y la intención con que se mire, las actitudes optimistas o pesimistas deben evaluarse en el contexto y no con criterios absolutos. Siempre he considerado que soy puntual para llegar a un compromiso gracias a mi visión pesimista del trayecto. Espero lo peor y me preparo para ello. Quien es impuntual, por el contrario, peca de optimista. Su feliz pronóstico rara vez se cumple, como resultado, llega tarde.
Dualidades complementarias, belleza y fealdad, pesimismo y optimismo, acierto y error, son posiciones relativas. La capacidad de crear valor con ello está más allá de un juicio superficial. La tecnología nos ha convertido en fotógrafos y hace que los errores disminuyan. Surge entonces una aterradora pregunta: ¿qué hará el ser humano si alguna vez el error desaparece?