Para Marco A. Saenz R.
¿Cuánto pasado necesitamos para construir futuro? La reflexión surgió a partir de un cortometraje sobre la ciudad de Guadalajara, filmado en 1968, que compartí con amigos tapatíos. Aunque no fue la ciudad de mi infancia, me gustó ver pasajes inéditos de una metrópoli que sigue siendo muy bella. Me emociona de igual forma viajar a mis albores en las colonias de mi niñez, cuando camino por las calles de la Hipódromo Condesa y la Roma, y me convierto en guía de mis recuerdos.
Y es que todos tenemos dos grandes pasados. El del país (o ciudad) en que nacemos y que nos hace compartir una narrativa de la que nos sentimos orgullosos, y el pasado personal, ese que tiene una calle, un número y un rostro, de significación especial. La primera escuela, las caminatas con la abuela, la panadería que estaba en aquella esquina (que ahora es un restaurante), la sedería, el sastre español con el puro en la boca, el parque y el taller de bicicletas, el lago con los patos, la primera travesura, la peluquería, el aparador con el Santa Clos movible, las tortas, el olor de las boticas, los amigos de quienes perdimos el rastro. Cada quien es capaz de recrear su propio universo de recuerdos. El ayer es, sin embargo, una puerta que ha de abrirse con cuidado.
Este pasado personal es una especie de llamado arqueológico, al menos en mi caso. Hay algo que nos invita a volver por esas calles, tocar la puerta y decir: “perdone, yo viví aquí hace tantos años…” mientras el cerebro hace un escaneo fugaz como atravesando muros y comenzamos a dar pruebas que no nos han pedido: “Ahí había una enredadera, allá estaba el columpio, atrás hay dos puertas que llevan a…”. Nos vamos de los lugares, aunque algunos lugares no se van de nosotros.
Me pregunto si satisfacer esta curiosidad nostálgica sirve de algo. Por alguna razón los lugares son más bellos, grandes y majestuosos en nuestra memoria. El presente (nuestra perspectiva de adulto) ya no tiene la magia infantil en la mirada para recuperar que lo que vemos hoy, una angosta avenida, era más amplia, era una cancha donde teníamos campeonatos de futbol. Y por supuesto que alguien redujo la peligrosa pendiente de esa calle, mejor dicho, callecita, apenas empinada, por donde nos lanzábamos en bicicleta y al frenar dejábamos marcado el pavimento.
No cambian (tanto) los lugares, como nosotros. Y nadie nos advierte que volver las páginas atrás puede ser doloroso. Ése que ya no somos muerde el anzuelo que nos advertía con singular estilo Chavela Vargas, volvemos a los viejos sitios y, aunque (improbablemente) estén en mejores condiciones físicas, ya no están las personas que les dieron vida, no están los sabores ni los sonidos de antaño. Y esas ausencias no compensan la visita. Recordar es por naturaleza incompleto. Y pagamos la arrogancia de haber pretendido que volver equivale a revivir. Por ello la memoria es refugio y también trampa, brecha angosta y escarpada llena de cuevas y precipicios. En la estupenda novela Claus y Lucas, de Agota Kristof, uno de los personajes regresa a la ciudad de su infancia. Entre recuerdos, copas y tabernas, ve a un hombre llorar mientras entona una canción: “Este pueblo ya ha expiado/ el pasado y el porvenir”.
La nostalgia es una forma de inconformidad, una no resignación ante la pérdida, aunque el pasado es una pérdida no negociable. De un tiempo para acá veo películas antiguas del cine mexicano. Encuentro en el blanco y negro un contraste más allá de la imagen, una contraposición entre pasado y presente. Observo el vestuario, las expresiones, los modales, el mobiliario, los lavaderos en las azoteas, ciertos diálogos y actitudes que hoy serían impensables; en especial disfruto las escenas donde se ven las calles, los enormes carros, los camiones y tranvías, alguno que otro anuncio comercial, edificios emblemáticos. Quizá por ello me gustó Roma, la película de Alfonso Cuarón, en la que rescata símbolos comunes para una generación.
Las ciudades (los municipios, los estados) deberían recuperar y difundir la memoria social para elevar el sentido de pertenencia. El pasado no es un lastre, es el ancla que articula de dónde somos y nos fortalece para saber a dónde vamos. Aunque duela, tocar una puerta, otrora familiar, que te abra un desconocido y le digas: “no volví, nunca me he ido”.